martes, 9 de junio de 2020

ADIÓS A LA TERTULIA DE «EL BARÓGRAFO», MEMORIA VIVA DEL BATALLÓN ALPINO DEL GUADARRAMA

La celebración de tertulias en los cafés es una tradición madrileña ya prácticamente desaparecida, aunque todavía perviven algunas que se resisten a la extinción y siguen reuniéndose a la vieja usanza en conocidos establecimientos del centro histórico de la ciudad. Esta antigua práctica social y cultural de congregarse en veladas vespertinas o noctámbulas para tratar cualquier materia o afición de los contertulios, como el teatro, las artes, la política u otras muchas, se ha transmutado en otro tipo de encuentros adaptados ya a las exigencias de la era digital. Con la progresiva desaparición de los antiguos cafés del centro de Madrid, víctimas de la especulación inmobiliaria, las tertulias han dejado su puesto a recitales de poesía, asambleas para la autogestión de grupos culturales o simples reuniones periódicas entre amigos que han encontrado lugar en nuevos espacios más funcionales, como bares de copas ciberconectados y esas acogedoras librerías de vinos y libros que se han puesto de moda en los últimos tiempos. Esto último, unido a la epidemia del coronavirus desatada recientemente, las condena seguramente a la desaparición definitiva. 
          Hoy vamos a ocuparnos en esta entrada de una de estas antiguas tertulias a punto de desaparecer, sin duda de las más singulares, en la que se reúnen desde los años de la posguerra algunos veteranos excombatientes del Batallón Alpino del Guadarrama, la conocida unidad militar que defendió las posiciones republicanas en las cumbres de la sierra durante la guerra civil. Es la tertulia de El Barógrafo, una simpática reunión abierta hasta hace muy poco tiempo a cualquier persona interesada en este asunto de tanta significación para la actual corriente guadarramista que investiga, estudia y divulga los valores naturales, científicos y socioculturales de estas montañas, reunión sin ínfulas intelectuales de ningún tipo ni otra pretensión que mantener viva la memoria de los hechos históricos que protagonizaron sus integrantes, a la que he asistido en numerosas ocasiones durante años. 
          Esta tertulia o «Club de los martes», como ellos preferían denominarla, tuvo su origen tras un encuentro casual en el Madrid de la posguerra entre tres veteranos del batallón, que propusieron reunirse periódicamente con otros camaradas que también lucharon en la unidad y que al acabar la contienda se habían librado de la cárcel o de la condena a trabajos forzados. Después de varios contactos entre ellos, Adolfo Ruiz Esteso, uno de aquellos excombatientes, envió a todos los que pudieron localizar unas tarjetas ilustradas por él mismo como felicitación navideña en recuerdo de los años compartidos en el frente, pues desde muy joven ha sido un destacado pintor e ilustrador. Con el tiempo fueron sumándose algunos otros según cumplían sus condenas, llegando a asistir en aquellos años más de veinte antiguos soldados y oficiales del famoso batallón republicano de esquiadores, lo que les obligaba a tomar muchas precauciones en las conversaciones que mantenían hablaban de sus recuerdos del frente, de deportes, de excursionismo y de otras muchas cuestiones, pero casi nunca de política para no despertar sospechas entre los numerosos soplones que pululaban por aquel opresivo Madrid de la posguerraLas reuniones se celebraron durante décadas de forma ininterrumpida e itinerante por algunos céntricos cafés madrileños, como el Café Varela de la calle de Preciados, el Yucatán de la glorieta de Bilbao y la famosa Cafetería Dorín de la calle del Príncipe, también lugar de encuentro habitual para actores y productores teatrales vinculados al cercano Teatro de la Comedia, trasladándose finalmente a El Barógrafo, en la misma calle, a mediados de la década de los noventa. De la colección de acuarelas y óleos pintados por Adolfo en aquellos años para servir de felicitación navideña a sus compañeros, obras de pequeño formato realizadas sin grandes pretensiones artísticas, pero con mucha gracia y expresividad en su intento de mostrar la vida de los soldados en el frente del Guadarrama, reproducimos más adelante tres de ellas para ilustrar esta entrada.

En la tertulia de El Barógrafo el 16 de septiembre de 2008. De izquierda a derecha, Julián Agut, Cristóbal Hidalgo, el autor, José Iturzaeta, Adolfo Ruiz Esteso, Antonio Sánchez y Enrique Manso (fotografía de Pedro Heras)


   
          Tuve noticia de la existencia de esta tertulia en el invierno de 1996, cuando Ana Bosqued, hija de uno de los miembros fundadores de la misma, me informó de que se convocaba todos los martes en esta cafetería de nombre tan singular y evocador de inclemencias meteorológicas. Por entonces estaba escribiendo y recopilando información para mi libro Memorias del Guadarrama, por lo que me presenté allí un martes de febrero de aquel año con el fin de conocerles y pedirles que compartieran conmigo algunos de sus recuerdos de la guerra civil. Eran más de quince los miembros que seguían asistiendo a esta tertulia, entre los que recuerdo a Adolfo Ruiz Esteso, Rafael Bosqued, Jaime Arias, Enrique Manso, Leopoldo Rata, Cristóbal Hidalgo, Luis Miguez, Pepe Iturzaeta, Paco Rivero, Andrés Cano, Pedro Macías, Marino Catalán, Antonio Sánchez y José Liñán. Pocos días después de mi primera visita a El Barógrafo, Rafael Bosqued me invitó amablemente a su casa en la madrileña calle de Ibiza para mostrarme fotografías de su archivo algunas de las cuales reproduzco en estas líneas, y desgranarme sus recuerdos durante un largo paseo que dimos después por el cercano parque del Retiro.
     
El Batallón Alpino del Guadarrama
Para poner en antecedentes al lector no informado sobre la apasionante historia de este entrañable grupo de ancianos, a los que me unieron muchos años de amistad y algunas emocionantes experiencias compartidas para rescatar la memoria de la unidad en la que combatieron, utilizo en esta entrada parte del capítulo que le dediqué en mi ya mencionado libro publicado en 2001. Del mismo transcribo varios párrafos actualizados con nuevos datos, a lo que añado una pequeña crónica sobre las iniciativas que surgieron de las tertulias de El Barógrafo y algunas reflexiones personales sobre la conservación de la memoria histórica y el patrimonio cultural relacionados con el Batallón Alpino. 
          Durante los primeros días de la guerra, tras los sangrientos combates de julio y agosto de 1936, los importantes pasos del Alto del León y Somosierra habían quedado en poder de las tropas rebeldes del Ejército del Norte. Los puertos de la Fuenfría, Navacerrada y los Cotos, ocupados por las milicias republicanas en los primeros días tras el levantamiento militar del 18 de julio, apenas registraron combates, mientras que en el puerto de Navafría, después de varias semanas de lucha que costó muchas bajas en ambos bandos, el 16 de septiembre tropas rebeldes al mando del teniente coronel Rada ocuparon este paso de la sierra y las cumbres del Nevero y del Reajo Capón que lo flanquean. A finales de ese mismo mes, el largo frente del Guadarrama, ya estabilizado y relativamente tranquilo, se preparaba para afrontar casi tres años de guerra de posiciones bajo las durísimas condiciones del invierno en las cumbres.
          La organización del Batallón Alpino se inició en agosto de 1936 y surgió de la famosa unidad de filiación comunista conocida como «Quinto Regimiento», aunque de forma paralela se estaba organizando al mismo tiempo otra muy similar por las Juventudes Socialistas Unificadas. A principios de diciembre ambas se integrarían en una sola unidad encuadrada en la 31ª Brigada Mixta del Ejército del Centro, que tras la formación del Ejército Popular de la República pasó a denominarse Batallón de Montaña, aunque coloquialmente nunca perdió su primera denominación, mucho más popular. Estuvo formado por seis compañías de infantería y una de ametralladoras que sumaban algo menos de un millar de hombres cuya misión era cubrir el largo frente de casi cuarenta kilómetros de cumbres, la mayor parte por encima de los 2.000 metros de altitud, que se extendía desde Peñacabra, al oeste del puerto de Navafría, hasta la cima de la Peñota, en las proximidades del Alto del León, además de algunos puestos avanzados situados a menor altitud en mitad de los extensos pinares de Valsaín, como fueron la Casa de la Pesca y la casa de peones camineros situada al pie de las Siete Revueltas, esta última más conocida como «Casa Fortificada»El servicio de vigilancia en estas posiciones se distribuía de forma rotativa entre las compañías del batallón, cuyos efectivos eran relevados cada diez o quince días. Según datos de un exhaustivo trabajo elaborado por Jacinto Arévalo sobre el Batallón Alpino, que mencionamos más adelante, en los primeros meses de 1937 la defensa del tramo de la carretera que une La Granja con el puerto de Navacerrada ante un posible ataque enemigo estaba a cargo conjuntamente de la 1ª compañía y la compañía de ametralladoras desde las posiciones que ocupaban en la cima del cerro de la Camorca y las lomas inmediatas. La 2ª compañía ocupaba las cumbres de la divisoria desde el collado de Marichiva hasta la Peñota, cima a partir de la cual se iniciaba hacia poniente la línea de posiciones del ejército nacional hasta el Alto del León. La 3ª controlaba el puerto de la Fuenfría y las cumbres de Cerro Minguete y Montón de Trigo; la 4ª guardaba el paso del puerto de los Cotos y vigilaba la cabecera del valle del Eresma y la ciudad de Segovia desde las posiciones de Peñalara y Peña Citores; la 5ª vigilaba el paso por el puerto de Navacerrada y todo el frente de la sierra desde la privilegiada posición de la cumbre de las Guarramillas, alternándose en este servicio con la 1ª compañía ya mencionada. Y finalmente la 6ª dominaba las cumbres de los Montes Carpetanos desde el puerto del Reventón hasta las inmediaciones del pico del Nevero, a partir del cual eran ya las fuerzas enemigas del ejército nacional las que ocupaban hacia levante las cumbres del Guadarrama hasta el puerto de Somosierra. Apenas mil hombres vigilando y defendiendo esta larga línea de posiciones que dominaba un horizonte casi inabarcable de sierras y llanuras.  
          Adiestrados para la guerra de alta montaña y equipados con uniformes de esquiador inspirados en los del Ejército rojo de la Unión Soviética, los soldados del batallón debían guardar estas posiciones desde septiembre hasta mayo, siendo después relevados cuando se podía por tropas convencionales de la 28ª y 29ª Brigadas. Casi todos sus integrantes eran jóvenes deportistas voluntarios, por lo general miembros de las sociedades deportivas madrileñas vinculadas al Guadarrama, o lugareños de los pueblos de Cercedilla, Rascafría, Lozoya, Navacerrada y Valsaín, gente avezada y curtida por la dura vida en la sierra cuyo alistamiento en el batallón resultaba inapreciable por su exhaustivo conocimiento del territorio.
          
Cartel llamando al alistamiento en el Batallón Alpino, obra del conocido ilustrador
 Ramón Peinador (Biblioteca Nacional de España)
Llamadas al alistamiento a los esquiadores y montañeros madrileños en las dos unidades que formaron el Batallón Alpino en sus orígenes, publicadas en el diario ABC de Madrid, el 27 de septiembre de 1936 (Hemeroteca ABC)

          A mediados de octubre de 1936, alrededor de dos centenares y medio de soldados que formaban la primera compañía del batallón fueron incorporados a la llamada Columna Navacerrada, integrada por milicianos y guardias de asalto que habían ocupado el puerto del mismo nombre al mando del comandante Burillo, apenas tres días después del levantamiento militar del 18 de julio. A mediados de noviembre llegó al puerto la segunda compañía, formada a toda prisa tras las llamadas al alistamiento hechas en los primeros meses de la guerra a través de la prensa, la radio y en multitudinarios mítines celebrados en cines y teatros de Madrid. La formación del Batallón Alpino se completó en la primavera de 1937 con la incorporaron de dos nuevas compañías reclutadas por las Juventudes Socialistas Unificadas, y otras dos formadas en su mayoría por voluntarios procedentes de los pueblos cercanos. Los puestos de mando se emplazaron en el chalet de la Sociedad Española de Alpinismo Peñalara del puerto de Navacerrada, en el albergue del Club Alpino Español del puerto de los Cotos y en el monasterio de El Paular.
          La tranquilidad del frente durante el primer invierno de la guerra permitió a los mandos del batallón convertir las laderas de estos dos puertos en un improvisado campo de instrucción donde los oficiales y suboficiales alistados en su mayor parte desde el Club Alpino Español, la Sociedad de Alpinismo Peñalara y la Sociedad Deportiva Excursionista adiestraban a marchas forzadas en las tácticas de la guerra de montaña a todos los voluntarios, y especialmente en la práctica del esquí a los soldados procedentes de los pueblos serranos, la mayoría de los cuales no habían visto unas tablas en su vida. Se instalaron hogares del soldado en los pueblos de Rascafría, Cercedilla y Navacerrada, donde las tropas relevadas tras las dos semanas de servicio en lo alto de la sierra podían descansar e instruirse en las bibliotecas que se crearon para ello y leer la prensa y las publicaciones propagandísticas de todo tipo destinadas a elevar la moral de los soldados en el frente. Se editaba mensualmente una pequeña revista de ocho páginas llamada Cumbres, y hasta se llegó a organizar un grupo teatral denominado La Maraña, en el que participó muy activamente Ángel de Andrés, que después de la guerra llegaría a ser uno de los mas conocidos actores cómicos de teatro, cine y televisión durante los años sesenta y setenta, y a quien sus camaradas del batallón apodaban jocosamente como La Pirula (personaje de una zarzuela muy popular en la época) por interpretar siempre papeles de destrozona.

Soldados de la 1ª compañía del Batallón Alpino recién incorporados a la unidad, subiendo a sus posiciones desde el puerto de Navacerrada a primeros de noviembre de 1936, todavía sin nieve en la sierra (AGA)






Soldados del Batallón Alpino en Los Cogorros en la primavera de 1937. El segundo por la derecha es Rafael Bosqued, quien en 1996 cedió al autor esta fotografía y la siguiente para ilustrar su libro "Memorias del Guadarrama"

Rafael Bosqued fotografiado en Los Cogorros a comienzos de la primavera de 1937 

          Tras las sangrientas luchas por dominar los puertos del León, Somosierra y Navafría al comienzo de la guerra, el frente del Guadarrama se mantuvo por lo general bastante tranquilo a excepción de los violentos combates de mayo y junio de 1937, cuando tuvo lugar la ofensiva republicana hacia La Granja y Segovia, en la que el grueso de las fuerzas del Batallón Alpino ocupó posiciones secundarias de apoyo a la 31ª Brigada Mixta en las inmediaciones del pico del Nevero, por lo que la gran mayoría de sus hombres apenas llegaron a entrar en primera línea de fuego. Sin embargo, a lo largo de toda la guerra se llevaron a cabo rectificaciones de líneas que trajeron consigo algunas escaramuzas y golpes de mano en los que pequeñas patrullas de esquiadores armados con fusiles y ametralladoras recorrían las cumbres en misiones de vigilancia o distracción del enemigo. El ejército nacional también organizó a comienzos de 1938 una pequeña unidad alpina que actuó en la zona de Navafría, y con ella se entabló uno de los contados combates que se conocen entre esquiadores de ambos bandos, cuando el 7 de febrero de aquel año una patrulla republicana fue sorprendida por dos secciones de las fuerzas enemigas en las cercanías del pico del Nevero. Fue apenas una escaramuza, pero en ella murió un soldado del Batallón Alpino y otros dos resultaron gravemente heridos.

Soldados del Batallón Alpino subiendo desde Cercedilla al puerto de Navacerrada por el camino del Calvario, en la primavera de 1937 (archivo particular de Luz Macías)
          
          Fue en vísperas de la ofensiva sobre Segovia, en abril de 1937, cuando el escritor y periodista norteamericano Ernest Hemingway, que era entoces corresponsal de la agencia de prensa North American Newspaper Alliance, realizó una de sus visitas a las posiciones del batallón en el puerto de Navacerrada. Allí convivió con los mandos de la unidad y pudo respirar el tenso ambiente de calma entonces apenas roto todavía por los fugaces intercambios de disparos entre pequeñas partidas guerrilleras que se producían por aquellos días en lo más intrincado de los extensos pinares de Valsaín, que presagiaba el inminente estallido de aquella sangrienta batalla que, después de una semana de encarnizados combates, desembocaría en un serio fracaso de la ofensiva sobre Segovia con miles de bajas entre las fuerzas de ambos bandos. Algunos tertulianos de El Barógrafo, como Pedro Macías, recordaban perfectamente a Hemingway recorriendo los puestos defensivos de la 5ª compañía del batallón y preguntando a oficiales y soldados sobre las incidencias de su vida en el frente. Fue en este escenario, junto a los soldados del Batallón Alpino, donde encontró la inspiración para escribir su novela Por quién doblan las campanas, en cuyo argumento el brigadista y guerrillero norteamericano Robert Jordan se interna en las líneas rebeldes con la misión de dinamitar un puente para evitar la contraofensiva enemiga, y que a pesar de la estructura metálica con la que aparece en la ficción no es otro que el viejo y monumental puente de la Cantina, levantado a finales del siglo XVIII con grandes sillares de granito por el arquitecto Juan de Villanueva al pie mismo de las Siete Revueltas para servir de paso a la carretera sobre el río Eresma. El escritor no lo conoció más que de oídas en su visita a las posiciones republicanas del puerto de Navacerrada en la primavera de 1937, y después de la guerra, con su novela ya convertida en un best seller mundial, lo pudo visitar durante una excursión a La Granja en el verano de 1953, apenas un año antes de ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura, ocasión que mereció el descorche de una botella de vino junto a su chófer Adamo Simon y que quedó inmortalizada en una de las fotografías menos conocidas de las muchas que se conservan de sus estancias en España.

Ernest Hemingway y Adamo Simon disponiéndose a abrir una botella de vino
ante el puente de la Cantina en junio de 1953 (Ernest Hemingway Collection.
John F. Kennedy Presidential Library and Museum. Boston)
El general Walter de las Brigadas Internacionales (en el centro con la cabeza descubierta) observando el desarrollo de la ofensiva sobre La Granja a comienzos de junio de 1937 desde una de las posiciones situadas en lo alto de la sierra
(fotografía de Antonio Passaporte tomada del magnífico blog de Aku Estebaranz 
«Arqueología de Imágenes»)

          Uno de los episodios de aquella guerra de emboscadas que nunca registraron los libros de historia, pero que tiñó de sangre la nieve de las cumbres del Guadarrama, tuvo lugar en la madrugada del 9 de marzo de 1938, cuando más de trescientos soldados del 75º Batallón del Regimiento de la Victoria, en su mayor parte tropas marroquíes del 5º tabor de regulares de Melilla que habían ascendido por las laderas segovianas del puerto del Reventón convenientemente envueltos con trapos los cascos de las mulas para evitar cualquier ruido, sorprendieron a dos secciones formadas por unos sesenta esquiadores republicanos que guardaban las posiciones del Reventón, Malagosto y la Flecha. Este ataque, aunque ha recibido la denominación de «batalla» por parte de algunos círculos guadarramistas interesados por la guerra civil, en realidad no pasó de ser una simple 
aunque muy cruenta corrección de líneas en un frente estabilizado desde hacía dos años, y era parte de un plan del ejército nacional de desalojar a los soldados republicanos del Batallón Alpino de sus posiciones situadas entre las cumbres de Peñacabra y el puerto de los Neveros, que una vez perdidas ya no se recuperaron.

Una seccion de esquiadores del Batallón Alpino formando en el Collado de Marichiva, durante la primavera de 1937 (archivo particular de Ángel Rodríguez Fernández)


          
          Gracias al valioso testimonio de Pepe Iturzaeta y Andrés Cano, los dos únicos combatientes testigos de la batalla del Reventón que entonces quedaban vivos, pude reconstruir con fidelidad uno de los episodios bélicos menos conocidos, aunque no por ello menos trágico, de todos los que tuvieron lugar durante la guerra civil en la Sierra de Guadarrama. Los recuerdos de ambos sobre los hechos que allí ocurrieron durante los días 9, 10 y 11 de marzo de 1938 se mantenían imborrables en su memoria y tuve el privilegio de escucharlos de su boca con no poca emoción en una de las visitas que les hice en la cafetería El Barógrafo, para transcribirlos después de forma casi literal en un pequeño artículo que escribí sobre la batalla del Reventón publicado en agosto de 2006 en la revista de Valsaín Crónicas gabarreras. Del mismo copio un fragmento al final de estas líneas[1].

Así representó con su pinceles Adolfo Ruiz Esteso la vida de los soldados en uno de los barracones del puerto de la Fuenfría. (Óleo sobre tabla de madera. 27x18 cm. Cortesía de su autor)
Lo peor del servicio en el Batallón Alpino eran las patrullas, que había que hacer a diario tanto de día como de noche y bajo cualquier condición meteorológica. Así las representó Adolfo Ruiz Esteso en uno de sus cuadros pintados tras la guerra (Óleo sobre tabla de madera. 24x14 cm. Cortesía de su autor)

          
          Pero mucho peor que los combates fueron las extremas condiciones meteorológicas que tuvieron que soportar las tropas del batallón, que durante el invierno sólo hallaban refugio en pequeños barracones o en simples abrigos excavados en el suelo y enterrados en la nieve, mientras en el exterior temperaturas de veinte grados bajo cero mataban de frío a los mulos, lo que les permitía de vez en cuando variar su monótono rancho con un bienvenido suplemento de carne fresca. Las largas y agotadoras patrullas de reconocimiento por los altos cordales de la sierra debían hacerse cada día y cada noche bajo cualquier condición meteorológica, ya lloviera, nevara o soplaran las tremendas ventiscas que pueden azotar las cumbres del Guadarrama durante ocho meses al año. Fue especialmente duro el gélido invierno de 1937-1938, pese a que poco antes habían recibido nuevos uniformes de más abrigo compuestos por anoraks impermeables, pantalones de paño grueso y gorros de lana con orejeras al estilo ruso. Esta mejora en su equipo era el resultado de los esfuerzos del gobierno republicano por paliar las carencias y las precarias condiciones de vida de los soldados en todos los frentes, impulsando al máximo la confección de prendas de abrigo en las fábricas textiles de Cataluña y en muchos talleres improvisados en el Madrid sitiado. Recibieron también capotes, mantas, guantes, calcetines y ropa interior de lana procedentes de las campañas de recogida de ropa organizadas por partidos, sindicatos y asociaciones obreras, aunque nunca llegó a ser suficiente para mitigar el frío atroz que sufrieron durante aquel fatídico invierno. El poeta Miguel Hernández reflejó este empeño en unos versos de su poema El soldado y la nieve (1937), que describen con estremecedoras metáforas el sufrimiento de miles de hombres mal equipados contra las mordeduras del frío de uno de los inviernos más crudos del siglo XX, apretujándose unos a otros al pobre abrigo de la piedra enjuta de chozos y refugios en los frentes de Teruel y el Guadarrama:
                   
Que se derrame a chorros el corazón de lana
de tantos almacenes y talleres textiles,
para cubrir los cuerpos que queman la mañana
con la voz, la mirada, los pies y los fusiles.
Ropa para los cuerpos que pueden ir desnudos,
que pueden ir vestidos de escarchas y de hielos:
de piedra enjuta contra los picotazos rudos,
las mordeduras pálidas y los pálidos vuelos...

          La piedra era el material insustituible que hacía posible la vida de los soldados del Batallón Alpino en aquellas alturas. Debían alternar el servicio de patrulla por el frente montañoso con los trabajos de construcción y mantenimiento de una interminable línea de fortificaciones a lo largo de las cimas y algunas posiciones aisladas en cotas más bajas, además de la apertura de caminos y sendas de herradura por la que llegaban los trenes de acémilas cargados con municiones y suministros desde los puertos de los Cotos y Navacerrada[2]. Estos y otros muchos restos de la guerra civil pueden ser admirados todavía por el caminante atento que recorra parte o la totalidad de los cien kilómetros de cumbres que median entre el puerto de Somosierra y el Alto del León, fijando su atención no sólo en los más visibles y espectaculares fortines de hormigón situados en algunas posiciones de mayor importancia estratégica, sino también en el enorme trabajo llevado a cabo por ambos bandos removiendo, transportando y colocando grandes cantidades de piedra para levantar trincheras, nidos de ametralladoras, pozos de tirador, abrigos y refugios, todos ellos construidos con mampostería en seco, que hoy constituyen un valioso legado cultural heredado de aquel trágico episodio de nuestra historia. Conservado en gran parte, salvo algunos elementos especialmente simbólicos erigidos poco después de la guerra por los vencedores y vandalizados durante los años de la transición, este gran conjunto de fortificaciones armoniosamente integradas en el paisaje de las cumbres debe ser inventariado e incluido en su totalidad en el futuro catálogo de patrimonio del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, para ser sometido después a cuidadosos trabajos de consolidación por parte de equipos profesionales especializados en rehabilitación patrimonial que eviten su ruina completa y su desaparición.

Monumento funerario en memoria de los voluntarios alaveses del Tercio requeté de Nuestra Señora
de Estíbaliz, levantado después de la guerra en el puerto de Navafría. Identificado erróneamente desde hace tiempo como un cementerio italiano, fue destrozado por completo en los años setenta del siglo pasado (acueducto2.com) 

Soldados del Tercio requeté de Santiago tomando el rancho en sus posiciones del puerto de Navafría, en septiembre de 1936. Esta fue una de las unidades a las que tuvo que enfrentarse el Batallón Alpino del Guadarrama en este sector del frente durante el primer invierno de la guerra civil (Archivo de Sebastián Taberna, combatiente en la misma)
Restos de un abrigo construido en la cumbre del pico del Nevero por soldados requetés del Tercio de Santiago en otoño de 1936. Esta posición, ocupada por fuerzas rebeldes al comienzo de la guerra, fue base de partida para las pequeñas patrullas de esquiadores del ejército nacional que vigilaban a las fuerzas del Batallón Alpino en los Montes Carpetanos
        

          Empujados por un verdadero compromiso político con la República, por simple entusiasmo deportivo o por miedo a parecer desafectos a la causa revolucionaria del Frente Popular, que de todo hubo, numerosos jóvenes madrileños se alistaron en el Batallón Alpino, entre los cuales hoy se recuerda especialmente al poeta Luis Cernuda como uno de sus más célebres integrantes, pese a que apenas llegó a estar unos días alistado en esta unidad. Allí combatieron como voluntarios numerosos deportistas que apenas un año antes esquiaban despreocupadamente durante los domingos por las laderas del puerto de Navacerrada y de los cuales apenas hay lugar aquí para citar unos pocos: el teniente Miguel Ruiz Castillo, del Club Alpino Español, Luis Balaguer, de la Sociedad Deportiva Excursionista, que después de la guerra hubo de exiliarse a la Unión Soviética alcanzando el grado de coronel del Ejército rojo durante la segunda guerra mundial, con el que pude conversar personalmente en febrero de 2007 sobre estos episodios de su vida con motivo de una entrevista que le hicimos a su mujer Julia Bernaldo de Quirós, hija del fundador de la Sociedad Española de Alpinismo Peñalara, para el documental Sierra de Guadarrama: biografía de un paisaje. Otro destacado integrante del batallón fue el conocido montañero y miembro de esta sociedad deportiva Teógenes Díaz, a quien se le atribuye la iniciativa de la creación y organización del Batallón Alpino junto a Balaguer, y que tras la contienda fue condenado a muerte por desempeñar funciones como comisario político, pena que se le conmutó por la condena a trabajos forzados en las obras de construcción de la basílica del Valle de los Caídos. El caso más trágico y conocido fue el de Manuel Pina, igualmente miembro de la Sociedad Peñalara, campeón de España de esquí y uno de los más célebres deportistas de su tiempo. Casado con Margot Moles, primera mujer que alcanzó en 1936 el campeonato de España de esquí y una de las más afamadas atletas en los años anteriores a la guerra civil, con la que formaba una pareja admirada en todos los círculos deportivos de aquella época, sus convicciones republicanas le impulsaron a participar activamente en la organización del batallón, en el que se alistó desde el mismo momento de su creación y donde alcanzó el grado de teniente dirigiendo la instrucción y adiestramiento de los jóvenes voluntarios. Al estallar la guerra Manuel Pina era ya todo un símbolo para gran parte de la juventud española de la época, y seguramente por ello ‒unido quizá a causas todavía más oscuras que se apuntan en uno de los artículos a los que remite el enlace anterior fue fusilado por los vencedores en la madrugada del 17 de enero de 1942 junto a otros diez condenados ante las tapias del cementerio del Este. Su trágico fin, como el de otros muchos deportistas que combatieron en el bando republicano, se quiso justificar en cierto modo a través de un truculento editorial que resume en pocas líneas el feroz y despiadado enfrentamiento de aquellos años entre montañeros y esquiadores vinculados a la Sierra de Guadarrama, que a modo de prólogo para la nueva época publicó pocos días antes de su muerte ante el pelotón de ejecución la dirección de la Sociedad Peñalara con motivo de la reaparición de su revista tras el largo paréntesis de la guerra civil:

«Amigos de siempre, camaradas de las cumbres, se convirtieron en viles delatores de íntimos sentires, en irreconciliables antagonistas, enemigos en una lucha cruenta, sin cuartel ni consideraciones humanitarias de ninguna clase…»[3].

Manuel Pina y Margot Moles protagonizando la portada del diario ABC del
16 de enero de 1934, apenas tres meses antes de su boda (Hemeroteca ABC)


El ambiente de El Barógrafo
Del ambiente que se respiraba en la tertulia de El Barógrafo surgieron muchas ideas e iniciativas. Hasta comienzos del siglo XXI las reuniones de este grupo de veteranos excombatientes del batallón no eran apenas conocidas, salvo para un limitado círculo de amigos y algunas personas vinculadas al ambiente de los deportes de invierno en la Sierra de Guadarrama. El famoso montañero César Pérez de Tudela comenzó a frecuentarlas por estos años con el fin de reunir información para su Crónica Alpina de España publicada en 2004, según cuenta en su blog personal. Igualmente se hizo habitual la asistencia del escritor e historiador militar Jacinto Árévalo, que por esta misma época andaba inmerso en una prolija labor de investigación que culminaría en el verano de 2006 con la publicación de su libro El Batallón Alpino del Guadarrama, obra de referencia para conocer la historia de esta unidad. A comienzos del siglo, algunos medios de comunicación también comenzaron a interesarse por la tertulia de El Barógrafo, a la que dedicaron varios artículos de prensa. En 2002 mis buenos amigos Pedro Heras y Valentín Quevedo, impulsores de la Sociedad Castellarnau de Amigos de Valsaín, La Granja y su entorno, comenzaron también a frecuentar las reuniones, y en una de ellas propusieron organizar un coloquio público con los excombatientes del batallón en el Centro Nacional de Educación Ambiental (CENEAM) de Valsaín. La idea fue acogida con entusiasmo por los veteranos tertulianos, no sólo por lo que iba a significar aquel acto para recuperar la memoria histórica de la unidad militar en la que lucharon, sino también por celebrarse en el mismo escenario de los combates en los que habían participado casi setenta años antes. El coloquio, presentado y moderado por el autor de estas líneas junto al entonces alcalde de La Granja y años más tarde senador del PSOE por Segovia, Félix Montes, tuvo lugar el 13 de diciembre de 2003 y resultó verdaderamente emocionante porque allí se reencontraron antiguos soldados madrileños y segovianos por primera vez desde el final de la guerra. Otros no pudieron acudir por su frágil estado de salud, como Liborio López, uno de los excombatientes del batallón más apreciados y recordados entre sus compañeros, que en aquellos días estaba internado en un hospital de Segovia. Su hija Ana, que asistió en su nombre, pidió la palabra y casi entre sollozos nos transmitió el mensaje de pena y desconsuelo de su padre por no estar allí presente. Y no era para menos, pues el sargento Liborio, condenado a muerte y conmutada la pena por siete años de cárcel y tres de destierro, murió cuatro años después sin haber podido disfrutar de este y otro reencuentro con sus antiguos camaradas del batallón que celebramos en 2006. A algunos de los veteranos la emoción no les permitió siquiera hablar ante el público asistente, como le ocurrió a Luis Miguez, al que tuve que leer sus palabras escritas para la ocasión porque el hilo de su voz entrecortada no llegaba al auditorio ni siquiera a través del micrófono. Tras una animada comida con los viejos soldados, en la que el vino ayudó a disipar las penas y a soltarles la lengua para cantar viejas canciones del frente, el acto finalizó con una emocionante visita al cementerio de Valsaín, lugar donde se produjeron sangrientos combates durante la batalla de La Granja.

Cartel anunciador del encuentro-coloquio con los excombatientes del Batallón 
Alpino, celebrado el 13 de diciembre de 2003 en el CENEAM de Valsaín
Tras el coloquio del 13 de diciembre de 2003. De izquierda a derecha: Enrique Manso, Cristóbal Hidalgo, Andrés Cano, Luis Miguez, José Iturzaeta, Adolfo Ruiz Esteso, Pedro Macías y Paco Rivero (Sociedad Castellarnau)





















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          Como ya hemos dicho, en 2006 José Manuel Martín Utrillas, Chichas, fundador y editor de la revista de Valsaín Crónicas gabarreras, organizó otro homenaje a nuestros veteranos amigos en el mismo escenario del CENEAM también con la participación de la Sociedad Castellarnau y el Ayuntamiento de La Granja, ocasión que sirvió para la presentación del libro de Jacinto Arévalo publicado pocas semanas antes. Pese a los muchos años transcurridos, los asistentes a aquel acto seguramente no habrán olvidado las muchas emociones que igualmente se desataron ese memorable 24 de junio de 2006 en el gran salón de actos del edificio que gestiona el Organismo Autónomo de Parques Nacionales situado en mitad de los extensos pinares de Valsaín. Además de los veteranos venidos desde Madrid habíamos conseguido localizar a otros excombatientes del batallón en algunos pueblos de la sierra, como Anastasio del Álamo, vecino de la localidad madrileña de Lozoya, quien pudo acudir al acto en compañía de varios familiares. El emotivo reencuentro entre ellos después de casi setenta años es algo muy difícil de describir en unas pocas líneas, por lo que desisto siquiera de intentarlo y lo dejo para una charla personal con todo aquel que esté interesado en conocer detalles sobre estos dos actos celebrados para recuperar la memoria histórica de la guerra civil en la Sierra de Guadarrama.

Cartel del acto en homenaje a los veteranos supervivientes del Batallón Alpino,
celebrado en el CENEAM de Valsaín el 24 de junio de 2006
Los veteranos excombatientes del Batallón Alpino sentados en primera fila en el salón de actos del CENEAM de Valsaín, antes de su intervención en el coloquio celebrado allí el 24 de junio de 2006 (José Manuel Martín Utrillas)
Adolfo Ruiz, Luis Miguez, José Iturzaeta, Paco Rivero, Cristóbal Hidalgo, Pedro Macías, Enrique Manso, Andrés Cano y Anastasio del Álamo, con amigos y organizadores del acto de Valsaín en 2006 (José Manuel Martín Utrillas)

          

          Las inolvidables tardes en El Barógrafo se pasaban volando en amena conversación con nuestros veteranos amigos. Adolfo nos contaba muchas historias y un sinfín de anécdotas de los tres años de guerra que pasaron en las cumbres del Guadarrama. Recuerdo algunas relatadas con su inigualable gracejo que nos hacían reir mucho, como la sobrecogedora experiencia que vivieron en la madrugada del 26 de enero de 1938 en las posiciones de Montón de Trigo, cuando los gritos de alarma del centinela que estaba de guardia, un soldado de Valsaín conocido como el Mochuelo, les sacaron de los refugios y contemplaron admirados una aurora boreal que durante aquella noche iluminó los cielos de toda Europa, fenómeno extraordinario que ocupó profusamente los titulares de prensa de la época. Primero algunos llegaron a pensar que el espectacular halo rojizo con destellos verdosos que en mitad de la noche tiñó de tonos sangrientos el inmenso firmamento estrellado del Guadarrama era consecuencia de un ataque enemigo con armas desconocidas enviadas por Hitler al general Franco. Después, al ver con espanto el resplandor luminiscente que como pequeñas llamaradas surgía de sus cabezas, de la punta de los dedos y de los cañones de los fusiles, el pánico cundió entre algunos soldados de los pueblos cercanos todavía más crédulos, como el Mochuelo ya mencionado que gritaba: ‒¡Esto es un castigo de Diooss...!, quédandose algo más tranquilos tras la llamada que hizo Adolfo por el teléfono de campaña a la posición inmediata de Cerro Minguete y recibir del teniente Miguel Ruiz Castillo la explicación de que aquel fenómeno era simplemente el conocido «fuego de San Telmo» que surge de los mástiles de los barcos durante algunas tormentas electromagnéticas en alta mar. Entre grandes risotadas, otros menos temerosos hacían y escenificaban al respecto bromas escatológicas propias de los soldados en todas las guerras, que no tenían desperdicio recordadas y celebradas con gran jolgorio por nuestros veteranos amigos en la tertulia de El Barógrafo. Esta memorable escena del fuego de San Telmo en la cumbre de Montón de Trigo fue inmortalizada por Adolfo en uno de sus pequeños cuadros pintados después de la contienda como recordatorio para sus camaradas.

La escena del fuego de San Telmo en la cima de Montón de Trigo, durante la madrugada del 26 de enero de 1938, fue inmortalizada años después por Adolfo Ruiz Esteso (Óleo sobre tabla de madera, 24,5x20 cm. Cortesía de su autor)




Pedro Macías (a la izquierda) junto a un camarada no identificado en el puesto de mando del Batallón Alpino instalado en el monasterio de El Paular. Verano de 1937 (archivo particular de Luz Macías)
        

          Por su parte, Pedro Macías, durante la guerra un joven oficial del batallón a quien el general Walter de las Brigadas Internacionales comenzó a llamar teniente Peter en los días trágicos de la ofensiva sobre Segovia nombre con el que siguió siendo conocido por sus amigos y familiares durante toda su vida[4], nos explicaba en El Barógrafo con mucho humor los detalles del audaz golpe de mano que idearon en el verano de 1936 algunos mandos subalternos de la unidad aprovechando la inactividad del frente. El plan consistía en que un grupo guerrillero guiado por el sargento Liborio López ‒el mismo que no pudo acudir al acto celebrado en diciembre de 2003 por estar hospitalizado‒, experto conocedor de los caminos que atraviesan la sierra a través de los extensos pinares de Valsaín, se internaría tras las líneas enemigas en plena ciudad de Segovia para coger prisioneros al obispo Luciano Pérez Platero y al eminente historiador y académico segoviano Juan de Contreras y López de Ayala, marqués de Lozoya, dos de las máximas autoridades del bando rebelde en esta ciudad castellana, deteniéndoles a punta de pistola durante la festividad religiosa de la virgen de la Fuencisla. Enterado el alto mando republicano de este descabellado plan, amenazó con fusilar a todos aquellos que osaran siquiera intentar llevarlo a cabo. Como nos decía Peter a modo de justificación, los oficiales del batallón eran jóvenes e impulsivos y la inactividad del frente durante aquel primer verano de la guerra les llenaba de impaciencia por entrar en acción, pero en esta ocasión se quedaron con las ganas. Se puede decir que esta pequeña y poco conocida historia tuvo un final sorprendente y paradójico muchos años después, cuando Diego de Peñalosa, sobrino nieto del marqués de Lozoya, y la ya mencionada Ana López, hija del sargento Liborio encargado de conducirle prisionero a las líneas republicanas junto al obispo de Segovia, ambos buenos amigos que nos acompañaron en los dos memorables actos celebrados en el CENEAM, se casaron en 1981 cerrando así, al menos en lo que a ellos concernía, la herida abierta durante la guerra civil en esta zona del Guadarrama. 
          Otra anécdota realmente emocionante que narraba Peter con mucha gracia y profusión de detalles, pues no en vano fue uno de sus protagonistas, era la confraternización que se organizó con el enemigo en la posición de Majaelperro que ocupaban en el verano de 1937. El frente se había tranquilizado hasta el aburrimiento tras el final de la cruenta batalla de La Granja, y las posiciones nacionales del pico del Nevero estaban tan próximas que comenzaron a entablar con los soldados requetés que las ocupaban conversaciones amigables que acabaron rayando casi con el compadreo, entonando unos y otros durante la noche jotas y coplas populares que eran aplaudidas indistintamente desde las dos trincheras situadas una frente a otra. Cesó el intercambio de disparos que se hacía regularmente todos los días desde ambos lados más por obligación y por hacer acto de presencia que por otra cosa, y acabó produciéndose ese milagro inevitable que antaño ocurría en tantas guerras de acordar una entrevista en tierra de nadie con el supuesto fin de hacer trueques de tabaco, papel de fumar y otras minucias, pero cuya verdadera y nunca declarada intención era conocer personalmente al enemigo con el que se compartían el frío y las penalidades del frente. Fueron varias reuniones «amistosas» de este tipo las que se concertaron durante aquel verano en el collado que separaba las posiciones de Majaelperro y El Nevero, a las que acudieron el teniente Peter y el comisario político de la 4ª compañía, Alonso Rodríguez, y por parte de los requetés un alférez provisional y un capellán castrense cuyos nombres nuestro amigo lamentablemente no recordaba, con los que incluso llegaron a abrazarse antes de regresar todos a sus respectivas trincheras. Informado de estos encuentros, el alto mando del batallón amenazó con fusilarlos de forma sumaria si los hechos volvían a repetirse.

Soldados del Batallón Alpino en la posición de Peñacabra durante el verano de 1937. En el sector de Navafría esta posición y la de Majaelperro eran las más próximas a la línea enemiga que se iniciaba en el pico del Nevero en dirección a Somosierra (archivo particular de Luz Macías)

          
          Más allá de estas y otras muchas anécdotas y de los detalles de su vida cotidiana en el frente, pocas veces nos confiaron algunos de sus peores recuerdos. No tenían un pacto para silenciarlos, como se llegó a decir en un artículo de prensa sobre la tertulia de El Barógrafo publicado hace años en el diario El País, pero sí notábamos que les costaba mucho hablar de algunas cuestiones especialmente amargas, porque en lo más hondo de su ánimo perduraba la sensación de congoja por la tragedia vivida a lo largo de aquella guerra en la que les entregaron un fusil con apenas veinte años, y el miedo que sentían por tener que usarlo contra otros jóvenes de su misma edad a los que el simple azar, la ideología o el fanatismo habían situado al otro lado de la línea del frente. No hace falta decir que siempre respetamos esta intimidad en la que guardaban sus recuerdos más dolorosos. Sólo una vez se confió conmigo uno de ellos, cuando el autobús que nos conducía a Valsaín el 24 de junio de 2006 pasaba delante de la Fuente de los Geólogos y me describió con infinita tristeza la muerte del soldado Rafael Larraz, acusado de intentar pasarse al enemigo y fusilado allí mismo en abril de 1937, exactamente en la pequeña explanada que al otro lado de la carretera hoy sirve de aparcamiento a los que se detienen para beber agua y refrescarse en ese lugar tan hermoso y significativo para la historia del Guadarrama. Hoy estos recuerdos corren el riesgo de diluirse en la atmósfera fresca y luminosa de un entorno que asociamos inevitablemente al ocio y al disfrute, y para evitarlo queremos dejar aquí plasmado su testimonio.  
          
Adolfo Ruiz y Enrique Manso ya como últimos asistentes a la tertulia de El Barógrafo, en marzo de 2015






Celebrando el 100 cumpleaños de Enrique Manso en El Barógrafo, el 12 de noviembre de 2019 (Jacinto Arévalo)




          
          Cuando en febrero de 1996 comenzé a asistir a la tertulia de El Barógrafo eran cerca de quince los veteranos que allí se reunían. Desde entonces y hasta el presente, la parca se ha ido llevando a casi todo el grupo de venerables y simpáticos ancianos con los que tantos recuerdos y experiencias compartimos, lo que ha supuesto uno de esos extraordinarios privilegios que se agradecen durante toda la vida. Rafael Bosqued acabó sus días el 29 de marzo de 2006 en una residencia de mayores de la localidad de El Álamo, a la edad de noventa años. Luis Miguez murió en trágicas circunstancias el 27 de enero de 2007, tras un incendio accidental que se produjo en la vivienda donde habitaba en soledad. Pedro Macías, el gran Peter, nos dejó el 29 de marzo de 2010 a los 96 años de edad, y José Iturzaeta apenas diez días después. En los años siguientes se nos fueron Balito Hidalgo, Antonio Sánchez, Paco Rivero y Andrés CanoEn 2015 Enrique Manso y Adolfo Ruiz Esteso eran ya los únicos asistentes a las reuniones, hasta que por su frágil estado de salud este último dejó de acudir a El Barógrafo y a los talleres de dibujo del Círculo de Bellas Artes, las dos citas obligadas a las que nunca faltaba. En el momento de escribir estas líneas tiene 104 años y conserva intacto su gran sentido del humor. El 12 de noviembre de 2019 un pequeño grupo de amigos acudimos a El Barógrafo para felicitar a Enrique Manso con motivo de su 100 cumpleaños, disfrutando todos los asistentes de una tarde realmente inolvidable. No en vano, entre todos los que allí se han reunido a lo largo de tantos años Enrique ha sido el que más ha peleado por mantener viva la memoria del batallón, elaborando incluso una larga lista con más de quinientos nombres de combatientes que en él lucharon, relación que aparece publicada en el libro mencionado de Jacinto Arévalo. Tres semanas después, el 3 de diciembre de 2019, nos volvimos a ver allí sin imaginar que posiblemente aquella iba a ser la última reunión de la tertulia tras sus casi ochenta años de historia. El pasado 23 de marzo, a los 101 años, murió José Liñán, otro de los asistentes habituales hasta 2015. La epidemia desatada por el coronavirus, que va a dar un vuelco a nuestros hábitos de relación social y posiblemente condene al cierre a algunas de las viejas cafeterías madrileñas, hace muy difícil que Enrique Manso, ya el único veterano asistente a las reuniones, siga en su empeño de mantener la tradición arriesgando su vida de cien años. Tras la desaparición de la tertulia de El Barógrafo, memoria viva del Batallón Alpino del Guadarrama, ya sólo nos quedará el escenario en el que vivieron y sufrieron durante tres largos años nuestros entrañables amigos para evocar este trágico capítulo de la historia reciente de nuestras montañas. Un escenario que constituye uno de los «paisajes de guerra» más interesantes y sugerentes de toda la sierra por su fuerza y su belleza estremecedoras, en el que hasta hace unas pocas décadas se podía respirar todavía el drama que allí tuvo lugar al recorrer la larga línea de fortificaciones y las cicatrices zigzagueantes de las trincheras ya invadidas por piornos y enebros rastreros, encontrando a cada paso las huellas de la dura vida cotidiana de los soldados, como suelas claveteadas de botas, casquillos de munición, utensilios de cocina y herrumbrosas latas de conservas abiertas apresuradamente a punta de bayoneta[5]. Estas cumbres eran entonces tierra de nadie entre dos Españas irreconciliables, y en cierto modo hoy deberían seguir siendo «de nadie» en tiempos de paz pues sólo pertenecen a una Naturaleza poderosa y omnipresente cuya acción demoledora de la memoria humana es imparable e irreversible. Aún así, contando siempre con el permiso de este paisaje casi primigenio apenas alterado por la guerra, los gestores del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama deben acometer con urgencia la catalogación y la consolidación de estas ruinas que, como ya se ha destacado, constituyen un importante patrimonio cultural. 

Restos de un nido de ametralladoras construido por los soldados del Batallón Alpino cerca del puerto de Malagosto















Restos de trincheras en las inmediaciones de la cumbre de Dos Hermanas, a casi 2.300 metros sobre el nivel del mar, una de las posiciones de mayor altitud que ocupó el Batallón Alpino en el frente del Guadarrama



























Trinchera de doble parapeto en Peña Citores, posición estratégica que dominaba la cabecera del
valle del Eresma, La Granja y Segovia. Es la fortificación mejor construida en mamposteria de
piedra seca por las fuerzas del Batallón Alpino en toda la sierra

          La tertulia de El Barógrafo y todo lo que surgió alrededor de ella, tanto las publicaciones aparecidas en los últimos quince años sobre el Batallón Alpino del Guadarrama como los coloquios organizados con sus últimos integrantes, ha supuesto una importante aportación para la recuperación de la memoria histórica de la guerra civil española y forma parte, ya para siempre, del acervo cultural intangible de la Sierra de Guadarrama y de la ciudad de Madrid. Y así ha sido por encima de los odios y el enfrentamiento reavivados en los últimos años desde el ámbito político alrededor de este trágico episodio de nuestra historia reciente, tensiones a las que los veteranos excombatientes siempre fueron ajenos incluso en los años más duros y arriesgados de la dictadura y la transición política a la democracia, gracias a la sabiduría y la autoridad que otorga el haberlo sufrido en propia carne, a lo que hay que sumar la ejecución de las condenas a muerte de treinta y ocho camaradas suyos del batallón al terminar la contienda. Ojalá sirviera de ejemplo de cara al futuro para todos aquellos que hoy alimentan los viejos odios aún latentes de nuestra guerra civil. 


[1] «En la madrugada del 9 de marzo de 1938, los apenas sesenta soldados del Batallón Alpino que formaban en las dos secciones que defendían las posiciones de los puertos de Malagosto y del Reventón debieron intuir algo malo cuando el perro de un soldado de Rascafría encargado de hacer la última guardia no paró de ladrar en toda la noche. El fino oído del perro sentía a las tres compañías del 75º Batallón del Regimiento de la Victoria, que ascendían sigilosamente hacia el Reventón desde La Granja, con los cascos de los caballos y las mulas envueltos en trapos para evitar cualquier ruido. Los esquiadores republicanos, armados con simples fusiles y un solo fúsil ametrallador, iban a vérselas con más de trescientos soldados fuertemente armados y apoyados por piezas de artillería ligera de montaña. Entre los atacantes formaban numerosos regulares marroquíes, los temidos moros mercenarios del ejército de Franco.
          Rayaba el alba de aquel día despejado de finales de invierno haciendo refulgir la tenue luz naciente en los grandes ventisqueros acumulados en las cumbres inmediatas, cuando el cabo Julián García Pueyo, viendo los rostros broncíneos de los soldados regulares que coronaban apresuradamente las últimas pendientes del puerto, gritó: ―¡Que vienen, que vienen los negros! José Iturzaeta vio como un alférez de regulares gritaba: ―¡Vamos chicos, a por ellos! Recuperándose de la sensación de pánico, disparó el peine de su fusil a bulto mientras avisaba a gritos a su compañero, un soldado de Valsaín llamado Eugenio Isabel: ―¡Eugenio, ya están aquí! Mientras tanto otro soldado, a quien apodaban “Dorsalitos”, gritaba poco antes de recibir el tiro que le costó la vida: ―¡No disparéis, que soy de los vuestros!
          Ante aquella avalancha que se les venía encima, los esquiadores del Batallón Alpino retrocedieron precipitadamente entre un verdadero diluvio de proyectiles por las pendientes que descienden al valle de Lozoya, parapetándose poco más abajo en unos corrales de ganado. Desde allí pudieron sentir cómo las posiciones del cercano puerto de Malagosto eran también atacadas, pues escucharon a lo lejos el tableteo inconfundible del único fusil ametrallador de que disponían, que disparaba el soldado Manuel Rodríguez Arana, a quien apodaban con sorna como “el caballo Horacio”, por su dentadura prominente.
          Varios cadáveres yacían entre los piornales en posturas violentas. Algunos heridos gritaban, alcanzados por las balas o por la mortífera metralla de los proyectiles de la artillería de montaña. Viendo que no había nada que hacer, los supervivientes, apenas una docena de hombres, decidieron retroceder hasta Rascafría llevándose a los heridos. José Iturzaeta recuerda cómo cargó a hombros hasta el puesto de socorro con un soldado que había recibido un tiro en el vientre. Luego se enteró que murió poco después en Colmenar Viejo. De él no recuerda su nombre, sólo que era hermano de un comisario político del Ejército del Centro. A poco de llegar los supervivientes a Rascafría, la aviación enemiga sometió a un fuerte bombardeo el puesto de mando republicano y el humilde caserío del pueblo.
          Al día siguiente se organizó el contraataque con refuerzos de la 29ª Brigada Mixta traídos de Buitrago y de otras posiciones del valle de Lozoya. José Iturzaeta y Andrés Cano recuerdan aquellos trágicos momentos con sorprendente lucidez. Parece que están viendo todavía a un grupo de dinamiteros ascender valientemente por las abruptas laderas del Reventón para ser literalmente segados por el fuego de las ametralladoras, o cómo a un compañero que estaba tumbado junto a ellos en un parapeto, y del que sólo recuerdan que se llamaba José Luis, le entraba un tiro por debajo de la clavícula alojándosele el proyectil en el estómago, viéndole morir entre terribles dolores. Al caer la tarde de aquel día aciago, tras infructuosos y sangrientos intentos de recuperar las posiciones tomadas por el enemigo, los mandos republicanos se dieron cuenta de que aquello estaba perdido. Nuestros dos amigos recuerdan cómo un capitán con acento ruso sentenciaba: ―¡Vámonos, que aquí no hay nada que hacer!»... Julio Vías«La batalla del Reventón»Crónicas gabarreras, nº 5. Valsaín, agosto de 2006.

[2] Existe al respecto un intesante estudio inédito titulado Los caminos del Batallón Alpino en el puerto de Cotos (Sierra de Guadarrama), elaborado por Antonio García Palacios y Enrique Leiva Oliete.

[3] Julián Delgado Úbeda. «Prólogo. 1936-1941». Peñalara. Revista ilustrada de Alpinismo, nº 271. Madrid, diciembre de 1941. p. 5.

[4] La apasionante vida de Peter, que sobrevivió a la condena a muerte que le cayó encima al terminar la guerra, está narrada por su hija Luz Macías en la novela Madrina de guerra, publicada en 2016 por Ediciones Carena.

[5] En la primavera de 1977, haciendo por primera vez la travesía desde el puerto de los Cotos al de Navafría, me sorprendió mucho encontrar un viejo carro de bueyes muy deteriorado por la intemperie en lo alto de una de las lomas que forman el largo cordal de los Montes Carpetanos, cerca de Los Pelados. Poco tiempo después pregunté sobre ello a un vecino del pueblo de Alameda del Valle, quien me explicó que aquel carro era uno de los que subían a lo alto de la sierra durante los años de la posguerra para recoger restos metálicos que se vendían como chatarra, y que allí quedó abandonado tras la rotura del eje de las ruedas. La recogida y la manipulación imprudente de los restos de la guerra civil por esta zona era una actividad muy peligrosa que causó algunos accidentes entre los paisanos. Aniceto Martín Arribas, pastor segoviano de Pedraza de la Sierra que careaba su rebaño en estas cumbres allá por los años cuarenta del siglo pasado, cuenta en su libro Trashumancia cómo un compañero de Torre Val de San Pedro que guardaba un retazo de merinas en una majada situada cerca de La Mojoncilla fue echado en falta cuando el pastor que subió a relevarle se encontró al ganado deambulando solo por los piornales próximos. Tras varios días de búsqueda encontraron su cuerpo desmembrado por la explosión de una granada de mortero que había quedado abandonada tras la batalla del Reventón, teniéndose que recoger en un saco los fragmentos del cadáver ya devorados y esparcidos por los buitres. Como ya se ha dicho, todavía en los años setenta era muy frecuente encontrar en estas cumbres todo tipo de restos de la guerra civil acumulados como basura durante tres largos años por las tropas allí acantonadas. De ellos conservo una interesante colección formada por balas, casquillos, peines y cartuchos de Mauser sin percutir, cascos de metralla de artillería, suelas de botas, útiles de cocina y latas de sardinas.

5 comentarios:

Nanqui Soto dijo...

Excelente crónica, y emocionante. Una maravilla leerte Julio. Un abrazo

Nanqui Soto
Moralzarzal

Iván Valiente dijo...

Buenos días Julio, le dejé un mail en referencia al artículo pero no sé si era la dirección adecuada...
Me gustaría contactar con usted para una consulta sobre los supervivientes que aparecen en la crónica.
Le dejo mi mail por aquí : ivanvalientecontact@gmail.com
Gracias

Carpetano dijo...


Magnífico articulo Julio.
Parafraseando a Marcelino Menéndez Pelayo: ¡Qué pena morir, cuando me queda tanto por leer!

Julio Vias dijo...

Muchas gracias a vosotros, Nanqui y Josechu.
Un abrazo

Jaime Tatay dijo...

Buenas Julio
Estoy realizando un estudio sobre el valle de Rascafria y el Paular y desearía contactar con usted
Mi correo:
Jaime Tatay
jtatay@comillas.edu