Continuando con la serie de entradas que estamos dedicando a algunos personajes populares de los pueblos de la sierra de Guadarrama, que ejercen todavía viejos oficios a punto de desaparecer, y aprovechando que el diario El País publicó ayer mismo un reportaje sobre ellos titulado "La sierra que se apaga" hablaremos hoy de Antonio Navacerrada, el último cabrero de Bustarviejo, una localidad de arraigada tradición agrícola y pastoril situada en la vertiente madrileña de la sierra, aunque formó parte de las tierras de Segovia hasta la división provincial de 1833. Hace ya unos meses que acudimos a entrevistarnos con él cerca de la abandonada estación de ferrocarril de Bustarviejo-Valdemanco, en una hermosa fresneda adehesada rodeada de tapias de piedra y con los sempiternos y al parecer inevitables somieres de cama sirviendo de zarzos en los portillos de los prados.
Antonio nos recibió con aire socarrón, quizá dudando del verdadero motivo que nos había llevado hasta allí para hablar con él. Aunque el autor de estas líneas es un exfumador empedernido desde hace años, aceptó con no disimulado placer un "Celta" que le ofreció el protagonista de nuestra historia ‒todavía existe esta mítica y popular marca de tabaco‒ pues sabe por larga experiencia que el ritual de echar un pitillo es casi obligado entre los pastores y otras gentes del monte para romper recelos y desconfianzas, y más aún en este caso, en el que nuestro anfitrión e interlocutor nos iba a contar gran parte de su vida.
Antonio Navacerrada tiene 71 años y lleva trabajando en el campo desde niño, cuando comenzó ayudando a su padre a cultivar patatas y judías en las afamadas huertas de esta localidad serrana, para más tarde dedicarse al cuidado del ganado, tanto vacuno como cabrío. Presume de conocer bien el oficio, y no sin motivo pues desde muy joven viajaba hasta el valle cántabro de Pas para comprar vacas lecheras que luego traía en camiones a Bustarviejo. Hasta no hace muchos años se dedicó junto a sus hermanos a producir y vender leche de vaca, aunque, según asegura, los buenos tiempos de este negocio terminaron a finales de los años sesenta del siglo pasado con el cierre de las lecherías de Madrid y la imposición por ley del consumo de leche industrial, ese insípido brebaje al que está acostumbrado el consumidor urbano y que no se puede comparar con la leche de verdad, aun con el aditivo seudomilagroso y tan de moda de Omega 3.
Antonio nos recibió con aire socarrón, quizá dudando del verdadero motivo que nos había llevado hasta allí para hablar con él. Aunque el autor de estas líneas es un exfumador empedernido desde hace años, aceptó con no disimulado placer un "Celta" que le ofreció el protagonista de nuestra historia ‒todavía existe esta mítica y popular marca de tabaco‒ pues sabe por larga experiencia que el ritual de echar un pitillo es casi obligado entre los pastores y otras gentes del monte para romper recelos y desconfianzas, y más aún en este caso, en el que nuestro anfitrión e interlocutor nos iba a contar gran parte de su vida.
Antonio Navacerrada tiene 71 años y lleva trabajando en el campo desde niño, cuando comenzó ayudando a su padre a cultivar patatas y judías en las afamadas huertas de esta localidad serrana, para más tarde dedicarse al cuidado del ganado, tanto vacuno como cabrío. Presume de conocer bien el oficio, y no sin motivo pues desde muy joven viajaba hasta el valle cántabro de Pas para comprar vacas lecheras que luego traía en camiones a Bustarviejo. Hasta no hace muchos años se dedicó junto a sus hermanos a producir y vender leche de vaca, aunque, según asegura, los buenos tiempos de este negocio terminaron a finales de los años sesenta del siglo pasado con el cierre de las lecherías de Madrid y la imposición por ley del consumo de leche industrial, ese insípido brebaje al que está acostumbrado el consumidor urbano y que no se puede comparar con la leche de verdad, aun con el aditivo seudomilagroso y tan de moda de Omega 3.
Antonio con Manuela, una de sus cabras (fotografía de Javier Sánchez) |