Arde el cielo en llamas,
fulgen los neveros;
cruzan las retamas
trochas de cabreros...
Enrique de Mesa
"Elegía de abril". El silencio de la Cartuja (1916)
Aunque la fotografía que encabeza la página principal de esta bitácora pueda dar lugar a pensar lo contrario, debo reconocer aquí que los paisajes nevados no gozan de mi especial predilección. En general, pienso que la nieve cubriéndolo todo crea escenarios que abruman al contemplador y excluyen cualquier matiz en el paisaje, por lo que la moderación es mi pauta estética en lo que atañe a este meteoro. En consecuencia, de la nieve como elemento paisajístico en la Sierra de Guadarrama prefiero la sencilla visión de los neveros o ventisqueros, esos fugaces retazos blancos y brillantes que deja al retirarse el larguísimo invierno de las cumbres. Y esta preferencia se apoya no sólo en razones estéticas, sino también en cuestiones todavía más intangibles, ya que los neveros de la sierra realzan en nuestro subconsciente el valor de lo perecedero y lo escaso, que no otra cosa es la nieve en la alta montaña mediterránea.
fulgen los neveros;
cruzan las retamas
trochas de cabreros...
Enrique de Mesa
"Elegía de abril". El silencio de la Cartuja (1916)
Aunque la fotografía que encabeza la página principal de esta bitácora pueda dar lugar a pensar lo contrario, debo reconocer aquí que los paisajes nevados no gozan de mi especial predilección. En general, pienso que la nieve cubriéndolo todo crea escenarios que abruman al contemplador y excluyen cualquier matiz en el paisaje, por lo que la moderación es mi pauta estética en lo que atañe a este meteoro. En consecuencia, de la nieve como elemento paisajístico en la Sierra de Guadarrama prefiero la sencilla visión de los neveros o ventisqueros, esos fugaces retazos blancos y brillantes que deja al retirarse el larguísimo invierno de las cumbres. Y esta preferencia se apoya no sólo en razones estéticas, sino también en cuestiones todavía más intangibles, ya que los neveros de la sierra realzan en nuestro subconsciente el valor de lo perecedero y lo escaso, que no otra cosa es la nieve en la alta montaña mediterránea.
Así pienso desde que un día de agosto, a comienzos de los años sesenta del siglo pasado, con apenas cinco o seis años de edad, me subieron por primera vez al puerto de la Morcuera y descubrí brillando al sol el gran nevero de Hoyoclaveles, al pie del macizo de Peñalara. Desde entonces, esas pinceladas de blancura deslumbrante que forman el efímero pero efectista decorado de las cumbres de la sierra a inicios y mediados del verano, me parecieron, como todo lo fugaz en la Naturaleza, algo enigmático y misterioso, al igual que me siguen pareciendo hoy, pongo por ejemplo, las luciérnagas o "gusanos de luz" (Lampyris noctiluca), que por la misma época, avanzado el mes de julio, iluminan tenuemente durante unos pocos días los zarzales que cubren las tapias de los valles, para desvanecerse enseguida sin dejar rastro. Lo desmesuradamente grande y lo diminutamente pequeño tienen a menudo el mismo significado en nuestra percepción del paisaje.
Extraordinaria profusión de neveros en el macizo de Peñalara a comienzos de este verano (21 de junio de 2013) |
Y la prueba de ello es que, hace más de dos siglos, en las postrimerías del período climático frío que los paleoclimatólogos denominan Pequeña Edad del Hielo, los ventisqueros de Peñalara eran permanentes y no llegaban a desaparecer durante el verano, según se deduce inequívocamente de unos versos de Nicolás Fernández de Moratín que encontramos en su obra La Diana o arte de la caza (1765), en los que nos describió el paisaje de la laguna Grande rodeada entonces por pequeños restos de antiguas nieves perpetuas:
de agua dulce, y de allí como en tramoya
a probar de otros ríos la fortuna
baxa precipitándose el Lozoya
y botalete es ya petrificada
la nieve de mil siglos congelada...