Este año 2015 que toca a su fin ha sido pródigo en efemérides relacionadas con
la sierra de Guadarrama y con el recientemente declarado parque nacional que
lleva su nombre. La más importante ha sido el centenario de la muerte de
Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), fundador de la Institución Libre de
Enseñanza y uno de los más destacados precursores del movimiento guadarramista,
acontecimiento que ha merecido la atención de los medios de comunicación y ha
sido conmemorado con cursos, exposiciones, ciclos de conferencias e incluso en la tradicional marcha anual del Aurrulaque. Pero como contrapunto a
estas celebraciones, hay otra figura del guadarramismo de la primera época que
ha sido olvidada al cumplirse, también en este año, el centenario de su
fallecimiento, por lo que no quiero
dejar que acabe sin dedicarle unas líneas en su
recuerdo. Me refiero a Enrique de la Vega, uno de los personajes menos conocidos y al mismo tiempo más atrayentes de la pequeña historia reciente de nuestra sierra, un joven poeta y dramaturgo que jugó un importante aunque fugaz papel en el
proceso histórico del llamado descubrimiento del Guadarrama, allá
por los primeros años del siglo XX.
Nunca he podido averiguar la fecha de nacimiento del protagonista de estas líneas, pese a mi insistente búsqueda durante mucho tiempo, aunque sabemos que sobrepasaba de largo la treintena cuando murió. Hijo
del conocido autor dramático Ricardo de la Vega y nieto del también escritor Ventura de
la Vega ‒el primero recordado en el monumento a los saineteros madrileños de la calle de Luchana, y el segundo con la calle que lleva su nombre‒, Enrique de la Vega quiso seguir la
brillante tradición literaria familiar estrenando algunas comedias y publicando otras obras hoy
casi olvidadas, como su libro de versos en dos tomos titulado Madroños (1913), en el que recopiló su producción poética. Sin duda fue su temprana muerte la que le impidió pasar a la posteridad como miembro de una relevante generación de escritores y poetas coetáneos, en la que destacaron figuras como Jacinto Benavente, Rubén Darío, Enrique Díez Canedo, Juan Ramón Jiménez, Enrique de Mesa, Emilio Carrere y otros. Desde luego, virtudes literarias no le faltaban para haberlo conseguido de haber llegado hasta la madurez de su vida. De su padre, uno de los más célebres autores de libretos de zarzuelas, como La
verbena de la Paloma y El año pasado por agua, heredó
su ingenio chispeante y su sentido del humor, aspecto en el que quiero centrar
estas líneas como sencillo recuerdo en el centenario de su muerte, una muerte trágica e injusta en plena juventud ‒si es que la muerte alguna vez pudiera ser justa‒ causada por la
plaga mortal de la época: la tuberculosis.
Enrique de la Vega poco antes de su muerte en una de las escasas fotografías que de él se conservan. Las huellas de la enfermedad son evidentes en su rostro demacrado (RSEA Peñalara) |
Enrique de la Vega y el monasterio de El Paular
Pero si Enrique de la Vega es hoy apenas recordado por algo no es por su actividad literaria, sino por haber formado parte del recientemente denominado por algunos estudiosos «grupo de los cinco», constituido en compañía de cuatro amigos: Enrique de Mesa, Constancio Bernaldo de Quirós, Enrique García Herreros y Luis de Gorostizaga. Asiduos todos del Ateneo y aficionados al excursionismo, en septiembre de 1902 hicieron algo que hoy a nadie se le ocurriría ni siquiera intentar por innecesario: llegar caminando hasta el valle de Lozoya desde Madrid, una excursión que significaría un hito trascendente para el grupo por su descubrimiento del monasterio de El Paular. Años más tarde, en 1913, junto a otros siete jóvenes también aficionados a la sierra, constituirían el núcleo fundacional de la asociación que denominaron como «los doce amigos de Peñalara», que muy pronto, tras alcanzar el éxito social y asociativo, sería rebautizada como Real Sociedad de Alpinismo Peñalara, la entidad pionera en los orígenes y el desarrollo del montañismo español.
Este grupo de jóvenes ateneístas, junto con otras pequeñas agrupaciones excursionistas de la época que también transitaban por los alrededores de El Paular, como fueron el denominado «grupo de los alemanes» dirigido por el relojero Carlos Coppel, los profesores y alumnos de la Institución Libre de Enseñanza que recorrían la sierra guiados por Manuel Bartolómé Cossío, y los integrantes de la Sociedad Militar de Excursiones, fundada en 1900 por el comandante José Ibáñez Marín, marcaron los inicios del guadarramismo tal y como hoy entendemos este movimiento.
Pero si Enrique de la Vega es hoy apenas recordado por algo no es por su actividad literaria, sino por haber formado parte del recientemente denominado por algunos estudiosos «grupo de los cinco», constituido en compañía de cuatro amigos: Enrique de Mesa, Constancio Bernaldo de Quirós, Enrique García Herreros y Luis de Gorostizaga. Asiduos todos del Ateneo y aficionados al excursionismo, en septiembre de 1902 hicieron algo que hoy a nadie se le ocurriría ni siquiera intentar por innecesario: llegar caminando hasta el valle de Lozoya desde Madrid, una excursión que significaría un hito trascendente para el grupo por su descubrimiento del monasterio de El Paular. Años más tarde, en 1913, junto a otros siete jóvenes también aficionados a la sierra, constituirían el núcleo fundacional de la asociación que denominaron como «los doce amigos de Peñalara», que muy pronto, tras alcanzar el éxito social y asociativo, sería rebautizada como Real Sociedad de Alpinismo Peñalara, la entidad pionera en los orígenes y el desarrollo del montañismo español.
Este grupo de jóvenes ateneístas, junto con otras pequeñas agrupaciones excursionistas de la época que también transitaban por los alrededores de El Paular, como fueron el denominado «grupo de los alemanes» dirigido por el relojero Carlos Coppel, los profesores y alumnos de la Institución Libre de Enseñanza que recorrían la sierra guiados por Manuel Bartolómé Cossío, y los integrantes de la Sociedad Militar de Excursiones, fundada en 1900 por el comandante José Ibáñez Marín, marcaron los inicios del guadarramismo tal y como hoy entendemos este movimiento.
El monasterio de El Paular con su torre mocha, hacia 1910 (RSEA Peñalara) |
Ambiente de veraneo en El Paular a comienzos del siglo XX: mujeres recogiendo agua y niños jugando en las antiguas dependencias del monasterio (Archivo de Juan Miguel Sánchez Vigil) |
El descubrimiento del monasterio de El Paular cambió completamente la vida de Enrique de la Vega. Como tantos otros jóvenes de la generación de nuestros abuelos, era uno de los últimos depositarios de aquella apasionada mentalidad romántica que había llenado de ruinas y leyendas medievales todo el panorama cultural europeo desde la primera mitad del siglo XIX. Impresionado por la belleza del lugar, decidió alquilar una de las abandonadas celdas de los monjes cartujos que aún quedaban en propiedad de la familia Sánchez Corona, que había adquirido el monasterio tras la desamortización de Mendizábal. Allí compartió las humildes y destartaladas dependencias monacales con otros ilustres enamorados de El Paular que solían pasar el verano con sus familias en este apartado lugar, todos ellos vinculados de una u otra forma con la Institución Libre de Enseñanza, como fueron Ramón Menéndez Pidal y su mujer María Goyri, Rafael Troyano y Concha de los Ríos, y el ya mencionado José Ibáñez Marín y Carmen Gallardo. Entre ellos no podía faltar su querido amigo, compañero de excursiones y también poeta Enrique de Mesa (1878-1929), quien a la sazón había buscado también romántico refugio en las ruinas de la cartuja tras un intento de suicidio al que le empujó el rechazo de una célebre cupletista madrileña de la que se había enamorado perdidamente.
Los «Murmullos de la sierra»
A partir de entonces, Vega o «Veguita», como así era llamado cariñosamente por sus amigos, no quiso ni oír hablar de otro lugar de la sierra que no fuera El Paular y pronto perdió el interés por las excursiones de carácter deportivo que solía hacer con ellos por otras zonas del Guadarrama. Como buen poeta y apasionado amante de todo lo rural y pastoril, prefería el trato con las sencillas gentes de la sierra y se sentía más a gusto en las fiestas y romerías de las aldeas del valle de Lozoya, vestido con sencillez, armado de una garrota y con una bota de vino colgada del hombro. Algunos miembros de las sociedades alpinas madrileñas, en especial del exclusivo y aristocrático Club Alpino Español, debieron escandalizarse: ¡una bota de vino! ese utensilio ordinario y soez impropio de deportistas, que incluso su entrañable y en todo afín amigo Constancio Bernaldo de Quirós denostaría años después en su libro La Pedriza del Real de Manzanares (1921), al referirse a la «vulgaridad repulsiva» del topónimo «Risco de la Bota». Hoy un puritanismo parecido nos invade a causa de una hipertrofia absurda de la corrección política.
Disfrutador de la montaña en el sentido más amplio, libre e independiente, Enrique de la Vega ignoró las críticas, se apartó de las multitudes y proclamó su poca simpatía hacia las modas foráneas que se imponían entre los «alpinistas» y los esquiadores madrileños, llegando a decir abiertamente que no le gustaban los deportes de montaña. Siendo como era uno de los miembros fundadores de la Real Sociedad de Alpinismo Peñalara, sus palabras no debieron causar mucho agrado entre algunos deportistas poco transigentes, miembros de esta sociedad y del también recién fundado Club Alpino Español.
La masa nunca perdona a los desafectos con las normas sociales establecidas por los grupos influyentes, y en los círculos deportivos un tanto elitistas y esnobs del Madrid pequeño y provinciano de principios del siglo XX se acusó a Enrique de la Vega de ser un «droguero», término despectivo que hoy equivaldría a «dominguero». Lucas Fernández Navarro, un conocido geólogo y guadarramista de aquella época, en una monografía que publicó en 1915 sobre el valle de Lozoya nos dejó una curiosa definición del droguero de comienzos del siglo XX, descripción que anticipa en medio siglo al dominguero ya motorizado de la década de los sesenta: «llamánse "drogueros", entre los habituales concurrentes a la sierra, a los excursionistas comodones o poco sensibles al paisaje, que complican sus siempre breves correrías con fuerte rocín que les soporte, quitasol que les proteja y pantagruélica provisión que les conforte».
Disfrutador de la montaña en el sentido más amplio, libre e independiente, Enrique de la Vega ignoró las críticas, se apartó de las multitudes y proclamó su poca simpatía hacia las modas foráneas que se imponían entre los «alpinistas» y los esquiadores madrileños, llegando a decir abiertamente que no le gustaban los deportes de montaña. Siendo como era uno de los miembros fundadores de la Real Sociedad de Alpinismo Peñalara, sus palabras no debieron causar mucho agrado entre algunos deportistas poco transigentes, miembros de esta sociedad y del también recién fundado Club Alpino Español.
La masa nunca perdona a los desafectos con las normas sociales establecidas por los grupos influyentes, y en los círculos deportivos un tanto elitistas y esnobs del Madrid pequeño y provinciano de principios del siglo XX se acusó a Enrique de la Vega de ser un «droguero», término despectivo que hoy equivaldría a «dominguero». Lucas Fernández Navarro, un conocido geólogo y guadarramista de aquella época, en una monografía que publicó en 1915 sobre el valle de Lozoya nos dejó una curiosa definición del droguero de comienzos del siglo XX, descripción que anticipa en medio siglo al dominguero ya motorizado de la década de los sesenta: «llamánse "drogueros", entre los habituales concurrentes a la sierra, a los excursionistas comodones o poco sensibles al paisaje, que complican sus siempre breves correrías con fuerte rocín que les soporte, quitasol que les proteja y pantagruélica provisión que les conforte».
Variopinto grupo de "drogueros" a comienzos del siglo XX en la Silla de Felipe II, cerca de El Escorial (Archivo Municipal de San Lorenzo de El Escorial) |
No se podía haber buscado remoquete más despectivo para un poeta tan sensible y enamorado de la Naturaleza como era Enrique de la Vega. Tras llegar a sus oídos las murmuraciones que corrían por Madrid, en las que se le calificaba con mofa como «presidente de los drogueros del Guadarrama», se defendió sin la menor muestra de rencor y como mejor sabía: utilizando su pluma genial, su bondad innata y un agudo e inteligente sentido del humor. En 1913, en el segundo tomo de su libro de versos Madroños, publicó los Murmullos de la sierra, un largo y jocoso poema que dedicó a sus acusadores, dándoles con sutil ironía una lección de libertad de espíritu frente al gregarismo y el estrafalario atuendo de los deportistas de la época, entre los que citaba a destacados e ilustres miembros del Club Alpino Español y de la Sociedad Peñalara, algunos de ellos buenos amigos suyos, como Joaquín Aguilera, José Fernández Zabala, Ignacio Corujo, Alberto Vivanco, José María Rotaeche, Fungairiño, Feduchi, Torreinsunza, Pombo, Prast... Valga como muestra esta graciosa estrofa, que como la totalidad del poema no tiene desperdicio:
...Yo no repruebo que Fungairiño
vista en los montes traje de niño;
ni que Feduchi ni Rotaeche
lleven pastillas café con leche...
Como sensible y apasionado poeta y esteta de la sierra, y frente a la exótica indumentaria puesta de moda entre los mismos que le hacían objeto de sus chanzas, Enrique de la Vega, defendía su traje de «humilde pana», su bufanda y su bota de vino con un argumento de mucho peso:
...y como dice Galdós, soy parte,
soy complemento del campo así;
no un añadido o aditamento
discorde, feo y extraño allí...
Poco han cambiado las cosas tras cien años de modas en la montaña, y hoy los «trajes de niño» a los que se refería Enrique de la Vega, con todos sus complementos indumentarios, como aquellas vendas de tela que se enrollaban en las pantorrillas los primeros deportistas que frecuentaban la sierra de Guadarrama, o el jersey, esa entonces extraña prenda venida desde Inglaterra con la moda de los sports, tienen su equivalente en los variopintos y abigarrados pero siempre uniformes atuendos que lucen nuestros nuevos deportistas de montaña, hoy mucho más numerosos, exigentes e influyentes que los de entonces: las primitivas vendas de las piernas se han convertido en musleras y tobilleras de compresión, y el tan jocosamente denominado «jersey blanco» en ceñidos y multicolores maillots ciclistas y chaquetas ultra trail que pueden alcanzar precios prohibitivos si son de las marcas más exclusivas. Quién sabe si con el tiempo algunas de estas novedosas prendas, denominadas «técnicas» de forma un tanto altisonante, se convertirán simplemente en clásicas, como ha ocurrido con el jersey al cabo de cien años; las menos afortunadas estéticamente ‒y estoy ahora mismo pensando en unas cuantas‒ seguramente no tendrán esa suerte y desaparecerán con el tiempo de nuestra vista. Uno, que fumaba en pipa y usaba boina negra en sus excursiones por la sierra de Guadarrama a mediados de los años setenta del siglo pasado, ha visto nacer y acabarse muchas modas en los ambientes deportivos de montaña a lo largo de cuatro décadas.
Esquiadores a la moda de comienzos del siglo XX en la pradera de la Vaqueriza (Cercedilla), ellas con falda larga y ellos con "jersey blanco". Los más conservadores con americana y corbata (CAE) |
Hasta que el implacable avance de su enfermedad se lo impidió, Veguita continuó frecuentando su celda del monasterio de El Paular. Murió el 21 de febrero de 1915, apenas un año y medio después de la publicación de los Murmullos de la sierra. Su desaparición en plena juventud dejó desolados a sus amigos más cercanos, con los que había llegado por primera vez al valle de Lozoya trece años antes, a otros muchos que le querían y a todos aquellos que habían intentado ridiculizarle. En la primavera de ese mismo año, al cruzar el puerto de los Cotos por el viejo camino de El Paular y recordar las muchas veces que lo había atravesado en compañía de su amigo muerto, Enrique de Mesa compuso su Elegía de Abril, uno de sus poemas más hondos y sentidos, que encabezó con la dedicatoria «A la noble memoria del poeta Enrique de la Vega, mi inolvidable compañero de andanzas»:
...Pero el buen hermano
de la añeja andanza
se pudrió en el llano,
viva su esperanza.
¡Pobre hermano mío!
Trochas y veredas,
robles, sol y río,
puertos y roquedas,
dicen a mi paso
(¡Tus amados viejos!)
-Nuestro amigo, acaso
ya florece lejos...
Antes de terminar estas ya largas líneas y aun a riesgo de abrumar al lector, he querido transcribir aquí en su integridad los memorables Murmullos de la sierra de Enrique de la Vega, como homenaje a este personaje entrañable y casi olvidado de la pequeña historia del descubrimiento del Guadarrama. Pido disculpas de antemano por tamaño abuso de su tiempo y su atención, pero es del todo imprescindible para completar esta entrada. Quien tenga la paciencia de seguir leyendo apreciará cómo, al cabo de todo un siglo, no han perdido un ápice de gracia, emoción y actualidad. Sea in memoriam.
Según dice la gente,
los
«montañeros»
de
justa fama
me
han hecho «Presidente
de
los Drogueros
del
Guadarrama»
(No
es esto que yo venda
ningún
menjurje
para
excursión.
Y
a fin de que se entienda,
yo
creo que urge
la
explicación).
Es
un droguero
todo
el que amante de nuestras cumbres,
va
a visitarlas, y no hace alarde
de
resistente ni de ligero,
y
ante los riesgos es un cobarde.
Y
como nadie me ha visto nunca
salvando
a brincos ningún barranco
con
camiseta de puro blanco,
ni
dando al aire mis pantorrillas,
ni
mucho menos con los skis,
me
califican (según hablillas)
de
«Presidente de los Drogueros»
los
«montañeros»,
los
alpinistas de este país.
No
me incomodo
por
el apodo;
pero,
señores, déjenme hablar:
¿He
presumido yo de alpinista?
¿He sido nunca del Club Alpino?
Yo
voy a solas por mi camino
a
mi casita que ofrezco a ustedes en el Paular.
¿Por
qué se empeñan en que yo marche
sobre
la nieve de la invernada
como
Aguilera, Zabala o Arche?
¡Si
no me gusta la nieve nada!
Ya
pasé apuros en una helada;
Ya
vi la muerte de cerca. ¡Horror!
Basta
de bromas. Que otro se escarche.
Y más no gusto
de una caída que, sobre el susto,
me haga ir luciendo después un parche,
o un cabestrillo,
o unas muletas
o algo peor.
Y sobre todo:
llevo
con gusto mi nuevo apodo,
porque
declaro
que
no me gusta ningún sport.
Yo
no repruebo que Fungairiño
luzca
en los montes traje de niño;
ni
que Feduchi ni Rotaeche
lleven
pastillas café con leche,
y
si el deseo
de
ir en trineo
a
Torreisunza tal vez le punza,
¿por
qué meterse con Torreisunza?
Y
si lo mismo desea Pombo,
con
mucho gusto le doy un bombo.
Yo
me hago cargo. Por el influjo
del
extranjero, Sastago, Ray,
Roldán,
Corujo,
Borrell,
Morales, Norzagaray,
Echegaray,
Prast
y Adeok
usan
vestido de sierra «ad hoc»;
Y
Huría, Vivanco,
Ruiz
e Ivanrey
llevan
las vendas y el jersey blanco;
Y
yo, soy franco,
gusto
de verlos con el jersey.
Pero
señores, si a mi me aburre
pisar
la nieve y escalar picos
con
calzón corto, como los chicos.
¿Por
qué, decid,
de
los drogueros me hacéis el jefe?
¡Ya
se ha enterado medio Madrid!
Yo
amo la sierra por ella misma;
por
eso tengo casa alquilada
(aunque
a la fecha desamueblada,
pues
solo guarda mi pobre ajuar)
de
alta techumbre y albas paredes,
y
grandes rejas a mediodía
que
ofrezco a ustedes
en
el Paular
Y
a él voy en traje de humilde pana,
viejas
polainas de cuero, bota
llena
de vino,
bufanda
al cuello y una garrota;
Completamente
de campesino.
Y,
como dice Galdós, soy parte,
soy
complemento
del campo así;
no
un añadido o aditamento
discorde,
feo y extraño allí.
Y
en este terno,
con
los serranos rondo y alterno,
con
las mozuelas bailo ceñido,
y
andando entre ellos, inadvertido,
realizo
cuanto me da la gana.
Yo
entre los brazos de una serrana
con
el jersey,
decid,
señores, ¿no haría el buey?
Amo
a esta sierra que está en mi tierra
con
el sencillo traje de sierra;
y
voy al valle por algún puerto,
que
es o los Cotos o la Morcuera
o
el Reventón;
Y
cuando hay nieve voy en el coche,
que
siempre sale rayando el día
y
a Rascafría
llega
muy cerca de medianoche.
¿Qué
soy droguero?
No
discutamos: tenéis razón.
Pero
a la sierra yo así la quiero;
Sin
llevar drogas ni piolets;
Durmiendo
en casa de una guardesa,
y
huyendo de esa
visión
horrible de los chalets.
El
alpinista no ama a la tierra,
sino
a sí mismo;
Que
esto es lo que hacen en nuestra sierra
muchos
amantes del alpinismo.
Sepan
ustedes que soy muy ágil,
que
soy muy fuerte,
que
el alpinismo no me divierte
y
que amo al campo con frenesí.
Si
mi memoria no me es muy frágil,
sabed
(porque esto me importa a mí)
que
hace diez años
(¡tiempos
remotos!)
yo
por los Cotos
me
iba al Paular
sin
carretera ni trocha alguna.
Quirós
y Mesa me acompañaban,
ya
por la cuerda,
ya
serpeando por el pinar.
También
conozco la Peñalara
donde
he pasado mis ratos de ocio.
Y
hay más de un socio
que
aún no ha intentado ni ver su cara.
¡Cosa
más rara!
...Y
ahora dáos pisto
porque
en las cumbres no me hayáis visto.
Yo
al Club Alpino sincero alabo;
que
al fin y al cabo
por
él millares de madrileños
han
aprendido que hay aquí al Norte,
y a cuatro pasos, junto a la corte,
valles
preciosos, montes risueños,
donde
en agosto la nieve brilla,
más
saludables que la Bombilla...
Y
no imagino
labor
más noble;
Ya
muchos llaman hermano al pino
y
hermano al roble...
¡Viva
mil años el Club Alpino!
Basta,
alpinistas. No me incomodo.
Y
aunque no es justo,
bajo
mi nombre pongo mi apodo
con
mucho gusto.
El
«Presidente de los Drogueros»
ofrece
a todos los «montañeros»
(así
se vistan traje talar)
un
gran refugio para unos cuantos
una
casita llena de encantos
en el Paular