Que un amigo se presente como candidato a decano del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos Forestales de Madrid no es una noticia como para lanzar cohetes, digámoslo así antes de que alguien se disponga a leer esta entrada. Pero que ese mismo amigo sea, además, una de las personas que conozco que más ha peleado en los últimos cuarenta años para defender nuestro patrimonio natural y cultural trasciende ya de lo personal y es motivo más que sobrado para escribir estas líneas.
Hablar de Gabriel Dorado es hablar de muchas cosas dentro del mundo de la conservación: es hablar de la protección de las dehesas y otros espacios agropastorales de la Sierra de Guadarrama frente a la especulación del suelo; es hablar de jardinería artística y paisajismo; es hablar del Árbol, así con mayúscula, como elemento fundamental y diferenciador del urbanismo del siglo XXI; es hablar de la defensa del cielo nocturno contra la contaminación lumínica... Cuestiones, como se ve, todas muy actuales y que suscitan un interés y atención crecientes ante las amenazas del calentamiento global y la urbanización masiva del medio natural. Este profesor, profundamente vocacional y entregado a la causa de la docencia desde hace cuatro décadas, podría responder perfectamente al arquetipo del antiguo maestro de la Institución Libre de Enseñanza: serio, respetado, llano en el trato y por supuesto muy avanzado en sus métodos pedagógicos. Cuando veo a Gabriel en plena naturaleza, explicando, por ejemplo, la belleza y la función protectora de los bosques de pino silvestre de la Sierra de Guadarrama a los estudiantes del máster que dirige, inevitablemente me vienen a la cabeza las figuras de Giner y Cossío mostrando a sus alumnos ese mismo paisaje más de cien años antes. Sin embargo, a pesar de esta idealizada comparación que hago de su figura con la de los dos grandes maestros de la España finisecular del XIX, es un docente con los pies y la cabeza asentados en plena era digital, preocupado siempre por actualizar los conocimientos que transmite a través de la formación continua, el rigor científico y los medios tecnológicos más avanzados. Ello no obsta a que su mayor disfrute sea, como tantos placeres elementales, enseñar en el aula incomparable de la naturaleza al más puro estilo institucionista, sin apoyos técnicos como micrófonos, proyectores o punteros láser, simplemente señalando con el dedo índice la gran pantalla del horizonte y confundiendo su voz con la del viento. Transmitir el interés por la belleza es una satisfacción que colma plenamente el ánimo del docente vocacional, un placer difícil de explicar en pocas palabras al que no lo ha sentido, y que uno tiene humildemente a gala compartir con Gabriel y con tantos otros profesores que enseñan en lo alto de las montañas, en mitad de los campos o frente al mar. Es algo que reflejan perfectamente las palabras del profesor y filósofo francés George Stainer en su Elogio de la transmisión, al referirse a la docencia como «la profesión más enorgullecedora y al mismo tiempo la más humilde».