Cuida todos tus recuerdos, ya que no podrás volver a vivirlos...
Bob Dylan. Open the door, Homer (1970)
Hace ya bastante tiempo que quería publicar una entrada en la que poder compartir con los lectores de esta bitácora algunos de mis mejores recuerdos relacionados con la Sierra de Guadarrama, junto a los de otros viejos amigos que guardan conmigo la memoria de unos años inolvidables transcurridos entre los magníficos paisajes de los pinares de El Paular. Por fin me he decidido a escribirla y documentarla, y para ello ha habido que recopilar antiguo material gráfico y, sobre todo, muchos de aquellos recuerdos que conservamos entre unos y otros. Ya me ocupé de la apasionante historia de estos pinares en una entrada anterior, y por ello aquí me limitaré a evocar la nuestra particular, que aun siendo mucho menos interesante me va a dar pie para sacar a la luz algunas anécdotas y hacer ciertas reflexiones sobre la gestión forestal y la política ambiental de aquellos años comparadas con las que están vigentes en pleno siglo XXI, y también sobre los nuevos y enormes desafíos que plantea su conservación de cara al futuro ante la amenaza del cambio climático, lo que, estoy seguro, a mis lectores les va a resultar de interés.
Reunión para el recuerdo en el Pinar de los Belgas
El pasado 15 de junio, en el mejor momento de una primavera espléndida en la que los neveros de la sierra resistían con tenacidad tras las copiosas nevadas del invierno, subimos un pequeño grupo de aquellos amigos a un paraje situado en los pinares del El Paular que no voy a nombrar ni a situar en el plano. Allí, a una considerable altitud, se levanta un peñasco desde donde, hace ya cuarenta años, vigilábamos el gran monte «Cabeza de Hierro», más conocido como Pinar de los Belgas, y otros colindantes, los denominados «La Cinta», «Los Cotos», «La Morcuera» y «El Pinganillo», que en conjunto cubren extensamente de pinos las altas laderas de Peñalara y la Cuerda Larga vertientes al valle de El Paular. Los que allí nos reunimos éramos Juan Martín, Nacho Simonet, Pedro Picante Muñoz Soriano, Pol Lecocq, director de la Sociedad Belga de los Pinares de El Paular, mi hermano Javier y yo. A la animada comida que compartimos después en Rascafría se sumaron Javier Romero y Julio Fernández de Caleya. Todos tenemos una fuerte vinculación emocional y afectiva con la Sierra de Guadarrama en general y con el valle de Lozoya en particular: Pol se crio en el aserradero entre fragantes tablones de pino recién cortados, pues su padre, Alain Lecocq, fue también director de la Sociedad Belga durante casi cincuenta años. Juan es el guarda del monte «Cabeza de Hierro» e hijo de Constante Martín, guarda mayor que fue también del pinar y uno de los personajes que más memoria han dejado en la pequeña historia reciente del mismo, no sólo como miembro de la guardería, sino también como combatiente durante la guerra civil en el Batallón Alpino del Guadarrama. Nacho es nieto del pintor Enrique Simonet Lombardo, uno de aquellos descubridores del Guadarrama para las artes y la cultura que, junto a Pío Baroja, Ramón Menéndez Pidal, Rafael Troyano y el poeta Enrique de Mesa, frecuentaron la abandonada cartuja del valle de Lozoya a comienzos del siglo XX, y que desde 1921 dirigió la Residencia de Pintores de Paisaje de El Paular. Pedro es uno de esos auténticos serranos de los que ya quedan pocos, descendiente de una vieja estirpe de pastores de Miraflores de la Sierra que hasta los años cincuenta del siglo pasado hicieron la trasterminancia con sus ganados entre comarcas guadarrameñas muy alejadas unas de otras. Para no aburrir al lector con más genealogías, sólo añadiré que mi hermano Javier tiene, no hace falta decirlo, el mismo arraigo familiar en la sierra e idéntica querencia emocional por el valle de El Paular que el autor de estas líneas.
Otros amigos trabajaron igualmente en la Sociedad Belga por la misma época en el servicio de vigilancia contra incendios, que como tal se organizó en 1977 para sustituir a la tradicional guardería montada a caballo. Entre todos ellos recuerdo especialmente a Alain Pierre Kuki Lecocq, Pepe Pugnaire, guarda mayor del pinar, que murió en plena juventud en 1981, a Enri Blanco, que le sucedió en el puesto, y a unos cuantos más que por allí pasaron durante años, como los hermanos Jorge, Ricardo y Tony Rodríguez-Roda, Felipe Chaves, Javier Romero, Julio Fernández de Caleya, Fernando de Motta, Johnny Fraga y Juanma García el Cafetera. De 1978 a 1982, también estuvo vigilando como guarda de incendios en el Pinar de los Belgas Joaquín Gutiérrez Acha, hoy conocido internacionalmente en su faceta de naturalista, productor y director de grandes documentales de Naturaleza, entre los que destacan sus dos últimas películas estrenadas no hace mucho tiempo: Guadalquivir y Cantábrico. Éramos jóvenes, y algunos de nosotros podíamos dedicar nuestros largos veranos de estudiante a este trabajo que colmaba nuestras ansias de Naturaleza, nos daba un aura montaraz y aventurera y, por añadidura, nos permitía ganar un dinero que después nos venía de perlas para costear los animados fines de semana en aquellos tiempos para nosotros despreocupados y felices de la movida madrileña. Los demás, como Pepe Pugnaire hasta su muerte, y Enri Blanco trabajaron allí durante algunos años de forma más profesional y continuada, en especial este último, que heredó su afición por los pinares del Alto Lozoya de su abuelo Esteban Blanco San Esteban, director de la Sociedad Belga en los años treinta del siglo pasado, y de su abuela belga Germaine Loizelier Dubois. Pedro siguió alternando este y otros trabajos eventuales con el cultivo de su huerta en Miraflores, y Juan Martín allí sigue como guarda mayor del pinar continuando una arraigada tradición familiar de trabajo en la guardería de los pinares de El Paular.
Guardianes de la biodiversidad
Me estrené como guarda del Pinar de los Belgas en el verano de 1983, recién liberado de trece eternos e infernales meses de mili. Quien no ha pasado por ello será incapaz de hacerse una idea de la redención que supuso para mí el regreso desde la opresión del cuartel cordobés de Lepanto al asombroso silencio, sin gritos ni órdenes, del alto valle de Lozoya. En aquel mi primer verano sucedí en el puesto a Joaquín Gutiérrez Acha y me turnaba en la vigilancia con Nacho Simonet, relevándonos a nuestra conveniencia, a veces después de turnos de dos semanas completas en el monte. Pasábamos la noche en la Casa de la Horca, la antigua edificación de origen medieval cargada de historia y de leyendas que se levanta desde hace más de seiscientos años en lo más profundo del pinar, habilitada como casa forestal. Sus viejísimos muros con aspilleras guardan la memoria de tantos hechos y acontecimientos históricos o legendarios, conocidos o ignorados, que casi no hay lugar aquí para referirse a ellos. Como muestra de su importancia en la historia reciente de la Sierra de Guadarrama, sólo diré que en ella encontraron refugio habitual los primeros excursionistas que recorrieron la sierra en la época «heroica», tanto los profesores y alumnos de la Institución Libre de Enseñanza, a finales del siglo XIX, como poco después los integrantes del grupo fundacional de la Sociedad de Alpinismo Peñalara.
En lo que atañe a nuestra particular historia, hay que decir que durante cuatro años la Casa de la Horca estuvo literalmente invadida por decenas de víboras de la especie Vipera lastasei, la popularmente conocida como «hocicuda», que Joaquín Gutiérrez Acha había instalado en unos terrarios para llevar a cabo los estudios herpetológicos que le servirían para fundar pocos años después el Bitis Reptilarium, primer centro creado en España para la extracción de veneno de serpientes venenosas destinado a la investigación médica. Y no sólo había reptiles, pues por entonces el viejo edificio parecía una improvisada y simpática Arca de Noé al haberlo convertido Joaquín, con la ayuda y la complicidad de Nacho Simonet, en un pequeño centro de recuperación de especies de fauna. Allí atendían a cualquier bicho que cayera en sus manos, ya fuera a un ratonero común herido al que entablillaron una de sus alas y liberaron después en El Espartal; a un pollo de águila culebrera que les llevaron tras caerse del nido, o al milano real que, según la gráfica y jocosa expresión de Nacho, era «un cabronazo» por su agresividad y mal humor. Para alimentar a tantos huéspedes que allí tenían alojados se pasaban el día cazando ratones con trampas cebadas con queso. En aquellos tiempos, en los que la normativa ambiental estaba en mantillas y todavía no existían en estos montes reservas de la biosfera ni zonas de especial protección para las aves, la conservación la improvisaban con sus propios medios, labor admirable e ignorada que traigo a estas líneas para que sea reconocida. Recuerdo con especial emoción a una joven y preciosa zorra que alguien recogió de una carretera siendo apenas un cachorrillo, y que fue cedida a Joaquín por el Zoológico de Madrid para que la soltara en el pinar. Después de tenerla algún tiempo en la Casa de la Horca, Nacho la liberó no lejos del puesto de vigilancia, pero era tan confiada y juguetona como un perrito y volvía con frecuencia a dejarse acariciar y a comer de nuestra mano. Algún malnacido la mató a palos en agosto de 1983.
Reunión para el recuerdo en el Pinar de los Belgas
El pasado 15 de junio, en el mejor momento de una primavera espléndida en la que los neveros de la sierra resistían con tenacidad tras las copiosas nevadas del invierno, subimos un pequeño grupo de aquellos amigos a un paraje situado en los pinares del El Paular que no voy a nombrar ni a situar en el plano. Allí, a una considerable altitud, se levanta un peñasco desde donde, hace ya cuarenta años, vigilábamos el gran monte «Cabeza de Hierro», más conocido como Pinar de los Belgas, y otros colindantes, los denominados «La Cinta», «Los Cotos», «La Morcuera» y «El Pinganillo», que en conjunto cubren extensamente de pinos las altas laderas de Peñalara y la Cuerda Larga vertientes al valle de El Paular. Los que allí nos reunimos éramos Juan Martín, Nacho Simonet, Pedro Picante Muñoz Soriano, Pol Lecocq, director de la Sociedad Belga de los Pinares de El Paular, mi hermano Javier y yo. A la animada comida que compartimos después en Rascafría se sumaron Javier Romero y Julio Fernández de Caleya. Todos tenemos una fuerte vinculación emocional y afectiva con la Sierra de Guadarrama en general y con el valle de Lozoya en particular: Pol se crio en el aserradero entre fragantes tablones de pino recién cortados, pues su padre, Alain Lecocq, fue también director de la Sociedad Belga durante casi cincuenta años. Juan es el guarda del monte «Cabeza de Hierro» e hijo de Constante Martín, guarda mayor que fue también del pinar y uno de los personajes que más memoria han dejado en la pequeña historia reciente del mismo, no sólo como miembro de la guardería, sino también como combatiente durante la guerra civil en el Batallón Alpino del Guadarrama. Nacho es nieto del pintor Enrique Simonet Lombardo, uno de aquellos descubridores del Guadarrama para las artes y la cultura que, junto a Pío Baroja, Ramón Menéndez Pidal, Rafael Troyano y el poeta Enrique de Mesa, frecuentaron la abandonada cartuja del valle de Lozoya a comienzos del siglo XX, y que desde 1921 dirigió la Residencia de Pintores de Paisaje de El Paular. Pedro es uno de esos auténticos serranos de los que ya quedan pocos, descendiente de una vieja estirpe de pastores de Miraflores de la Sierra que hasta los años cincuenta del siglo pasado hicieron la trasterminancia con sus ganados entre comarcas guadarrameñas muy alejadas unas de otras. Para no aburrir al lector con más genealogías, sólo añadiré que mi hermano Javier tiene, no hace falta decirlo, el mismo arraigo familiar en la sierra e idéntica querencia emocional por el valle de El Paular que el autor de estas líneas.
Otros amigos trabajaron igualmente en la Sociedad Belga por la misma época en el servicio de vigilancia contra incendios, que como tal se organizó en 1977 para sustituir a la tradicional guardería montada a caballo. Entre todos ellos recuerdo especialmente a Alain Pierre Kuki Lecocq, Pepe Pugnaire, guarda mayor del pinar, que murió en plena juventud en 1981, a Enri Blanco, que le sucedió en el puesto, y a unos cuantos más que por allí pasaron durante años, como los hermanos Jorge, Ricardo y Tony Rodríguez-Roda, Felipe Chaves, Javier Romero, Julio Fernández de Caleya, Fernando de Motta, Johnny Fraga y Juanma García el Cafetera. De 1978 a 1982, también estuvo vigilando como guarda de incendios en el Pinar de los Belgas Joaquín Gutiérrez Acha, hoy conocido internacionalmente en su faceta de naturalista, productor y director de grandes documentales de Naturaleza, entre los que destacan sus dos últimas películas estrenadas no hace mucho tiempo: Guadalquivir y Cantábrico. Éramos jóvenes, y algunos de nosotros podíamos dedicar nuestros largos veranos de estudiante a este trabajo que colmaba nuestras ansias de Naturaleza, nos daba un aura montaraz y aventurera y, por añadidura, nos permitía ganar un dinero que después nos venía de perlas para costear los animados fines de semana en aquellos tiempos para nosotros despreocupados y felices de la movida madrileña. Los demás, como Pepe Pugnaire hasta su muerte, y Enri Blanco trabajaron allí durante algunos años de forma más profesional y continuada, en especial este último, que heredó su afición por los pinares del Alto Lozoya de su abuelo Esteban Blanco San Esteban, director de la Sociedad Belga en los años treinta del siglo pasado, y de su abuela belga Germaine Loizelier Dubois. Pedro siguió alternando este y otros trabajos eventuales con el cultivo de su huerta en Miraflores, y Juan Martín allí sigue como guarda mayor del pinar continuando una arraigada tradición familiar de trabajo en la guardería de los pinares de El Paular.
Guardianes de la biodiversidad
Me estrené como guarda del Pinar de los Belgas en el verano de 1983, recién liberado de trece eternos e infernales meses de mili. Quien no ha pasado por ello será incapaz de hacerse una idea de la redención que supuso para mí el regreso desde la opresión del cuartel cordobés de Lepanto al asombroso silencio, sin gritos ni órdenes, del alto valle de Lozoya. En aquel mi primer verano sucedí en el puesto a Joaquín Gutiérrez Acha y me turnaba en la vigilancia con Nacho Simonet, relevándonos a nuestra conveniencia, a veces después de turnos de dos semanas completas en el monte. Pasábamos la noche en la Casa de la Horca, la antigua edificación de origen medieval cargada de historia y de leyendas que se levanta desde hace más de seiscientos años en lo más profundo del pinar, habilitada como casa forestal. Sus viejísimos muros con aspilleras guardan la memoria de tantos hechos y acontecimientos históricos o legendarios, conocidos o ignorados, que casi no hay lugar aquí para referirse a ellos. Como muestra de su importancia en la historia reciente de la Sierra de Guadarrama, sólo diré que en ella encontraron refugio habitual los primeros excursionistas que recorrieron la sierra en la época «heroica», tanto los profesores y alumnos de la Institución Libre de Enseñanza, a finales del siglo XIX, como poco después los integrantes del grupo fundacional de la Sociedad de Alpinismo Peñalara.
Los viejos muros de la Casa de la Horca guardan la memoria de muchos hechos históricos y legendarios que se remontan a la repoblación medieval del valle de Lozoya |
En lo que atañe a nuestra particular historia, hay que decir que durante cuatro años la Casa de la Horca estuvo literalmente invadida por decenas de víboras de la especie Vipera lastasei, la popularmente conocida como «hocicuda», que Joaquín Gutiérrez Acha había instalado en unos terrarios para llevar a cabo los estudios herpetológicos que le servirían para fundar pocos años después el Bitis Reptilarium, primer centro creado en España para la extracción de veneno de serpientes venenosas destinado a la investigación médica. Y no sólo había reptiles, pues por entonces el viejo edificio parecía una improvisada y simpática Arca de Noé al haberlo convertido Joaquín, con la ayuda y la complicidad de Nacho Simonet, en un pequeño centro de recuperación de especies de fauna. Allí atendían a cualquier bicho que cayera en sus manos, ya fuera a un ratonero común herido al que entablillaron una de sus alas y liberaron después en El Espartal; a un pollo de águila culebrera que les llevaron tras caerse del nido, o al milano real que, según la gráfica y jocosa expresión de Nacho, era «un cabronazo» por su agresividad y mal humor. Para alimentar a tantos huéspedes que allí tenían alojados se pasaban el día cazando ratones con trampas cebadas con queso. En aquellos tiempos, en los que la normativa ambiental estaba en mantillas y todavía no existían en estos montes reservas de la biosfera ni zonas de especial protección para las aves, la conservación la improvisaban con sus propios medios, labor admirable e ignorada que traigo a estas líneas para que sea reconocida. Recuerdo con especial emoción a una joven y preciosa zorra que alguien recogió de una carretera siendo apenas un cachorrillo, y que fue cedida a Joaquín por el Zoológico de Madrid para que la soltara en el pinar. Después de tenerla algún tiempo en la Casa de la Horca, Nacho la liberó no lejos del puesto de vigilancia, pero era tan confiada y juguetona como un perrito y volvía con frecuencia a dejarse acariciar y a comer de nuestra mano. Algún malnacido la mató a palos en agosto de 1983.
Pero, sobre cualquier otro aspecto de la realidad cotidiana de aquellos días llenos de luces, paisajes y biodiversidad, cautivaban nuestra atención los buitres negros que sobrevolaban el puesto de vigilancia apenas unos metros sobre nuestras cabezas, especialmente en los días de vientos del noroeste agitados y revueltos que por allí se prodigan. Estaban acostumbrados a nuestra presencia en lo alto de la roca, y en ocasiones se acercaban tanto en sus planeos que podíamos escuchar el tenue pero imponente sonido del roce del aire con sus grandes plumas remeras y coberteras, e incluso distinguir con nitidez la mirada penetrante y llena de curiosidad que nos dirigían, quizá cargada de reproches por haberles usurpado temporalmente uno de sus riscos más querenciosos para posarse a la espera de las corrientes térmicas que ascienden al calor de la mañana por el interior de valle, sobre las que sustentan sus poderosas alas de tres metros de envergadura. El vuelo majestuoso del buitre negro es el recuerdo más vívido y real que se me aparece en la mente cuando cierro los ojos y evoco este lugar, y su silueta enorme recortada contra el cielo constituye para mí la auténtica representación de aquellos años inolvidables. Uno de los cometidos que nos había encomendado Alain Lecocq era vigilar las idas y venidas de un grupo de ornitólogos ‒creo recordar que franceses‒ que durante un par de años anduvieron por el pinar haciendo un trabajo de campo sobre el buitre negro. Las instrucciones eran muy claras: no había que fiarse de nadie, pues los huevos y pollos de esta especie se pagaban muy bien por los traficantes de aves rapaces. La conservación de la biodiversidad caracterizó desde antiguo la gestión del monte por parte de la Sociedad Belga de los Pinares del Paular, pues ya en tiempos de Juan Pedro Lecocq, director de la misma entre 1935 y 1967, se tomaron medidas para la protección de la más grande ave rapaz del continente euroasiático que incluso hoy nos parecen avanzadas, justo en la época en que, como tantas otras especies de fauna actualmente protegidas, estuvo a punto de desaparecer en toda España a causa del veneno, que era el método indiscriminado de exterminio utilizado por las Juntas Provinciales de Extinción de Animales Dañinos, de tan infausta memoria, llegando la colonia de los pinares de El Paular a estar bajo mínimos durante la década de los setenta y principios de los ochenta con unas escasas seis parejas nidificantes. A los guardas que vigilábamos estos montes por aquellos años, que fueron críticos y decisivos para la especie, nos llena de orgullo el haber participado, aunque fuera humildemente, en su recuperación. Entonces ver volar a una pareja de buitres negros desde nuestra atalaya apenas unos metros sobre nosotros era casi un acontecimiento. Hoy surcan por centenares los cielos de la Zona de Especial Protección para las Aves del Alto Lozoya.
La vigilancia y la lucha contra el fuego
La campaña de vigilancia transcurría desde finales de junio hasta comienzos de octubre, aunque en algunos años se alargaba más si tardaban en llegar las lluvias de otoño. Nuestra jornada laboral era sencilla y rutinaria: por la mañana temprano, después de un baño en las gélidas aguas del río Lozoya, subíamos hasta nuestro puesto de observación, que como ya he referido anteriormente era un verdadero nido de águilas situado sobre una roca que domina una de las perspectivas más aéreas y espectaculares de la cabecera del valle de El Paular. Allí pasábamos nuestra jornada de ocho a diez horas seguidas oteando el monte, que se hacían muy monótonas salvo en los contados momentos en los que la Naturaleza nos obsequiaba con alguno de sus espectáculos menos frecuentes, ya fuera un águila real posada en la copa de un gran pino, la irrupción súbita de una piara de jabalíes en los rasos cimeros al caer la tarde ‒hoy podría serlo perfectamente algún ejemplar de lobo ibérico de los que han regresado a estos parajes después de setenta años de ausencia‒, o la rasgadura y el tremendo estampido inmediato de un rayo caído a escasos metros de nuestro puesto. En los días de tormenta, cuando veíamos avanzar la nube hacia nosotros antes de que los cielos se abrieran y empezaran a caer chuzos de punta, había que salir corriendo hasta una pequeña casilla de piedra construida entre dos peñascos y situada a cierta distancia, en la que nos refugiábamos hasta que escampaba. En lo alto del risco tampoco había posibilidad de guarecerse del sol inclemente que caía a plomo sobre nuestras cabezas durante todo el día, y sólo en la breve pausa que hacíamos para comer nos permitíamos bajar para descansar a su sombra. Sin cobijo alguno frente a aquella continua exposición a la radiación solar, al cabo de unos pocos días parecíamos bantúes.
En el verano de 1986, Alain Lecocq mandó construir una caseta de vigilancia en lo alto de nuestra atalaya para que nos sirviera de abrigo frente al sol, la lluvia y las violentas tempestades eléctricas que suelen desencadenarse por aquellas alturas y que escenifican, como ya he apuntado, un sobrecogedor espectáculo natural que todavía recordamos con temor y veneración los que hemos tenido la ocasión de contemplarlo en sus momentos culminantes de furia. Prueba de la violencia que llegan a alcanzar estos fenómenos meteorológicos en aquel lugar son los enormes pinos centenarios que salpican el extenso pastizal cimero, que están ‒según la antigua jerga de los hacheros del pinar‒ muchos de ellos «centellados» y muestran en sus fustes las profundas cicatrices que los hienden desde la copa hasta la base del tronco, como mudo testimonio de los cientos de rayos caídos allí a lo largo de los dos o tres últimos siglos. Dos sucesos que nos tocaron muy de cerca sirven para ilustrar este peligro que representaban ‒entonces mucho más que hoy‒ las tormentas eléctricas para los vigilantes de incendios en lo alto de la sierra: uno de ellos, motivo directo de la construcción de la caseta, fue causado por un rayo que cayó en lo alto de nuestra roca mientras estaba en su puesto Jorge Rodríguez-Roda, que a punto estuvo de quedarse ciego por los fragmentos de gneis que le alcanzaron en la cara como auténtica metralla, lo que le obligó a dejar el trabajo a mitad del verano de 1984; el otro, muy similar, ocurrió a mediados de la década de los setenta ‒no recuerdo la fecha con exactitud‒ en el pequeño refugio cercano a la cima de la Najarra, donde se había cobijado un guarda vecino de Rascafría llamado Agripino que tenía allí su puesto. La chispa entró por el hueco de la chimenea y mató a su perro, salvándose él milagrosamente por haberse subido a un tablón que le servía de mesa.
La moderna caseta de vigilancia construida en el verano de 1986 sobre nuestro antiguo nido de águilas, dominando el imponente paisaje de los pinares de El Paular |
Javier Vías a punto de prepararse confortablemente el almuerzo en la caseta recién estrenada. Septiembre de 1986 (fotografía de Pepe Nicolás) |
Pese al riesgo de las tormentas, he de decir que entonces me causó no poco desagrado la construcción de la nueva caseta de vigilancia sobre nuestro nido de águilas, y aunque se la coronó con un tranquilizador pararrayos uno consideraba que restaba épica y romanticismo a nuestro trabajo e incrustaba elementos extraños y artificiales en aquel imponente paisaje, como la empinada escalera metálica que nos ahorraba el trabajo de trepar hasta lo alto del peñasco. Poco después, Pol Lecocq pintó la pequeña edificación en tonos verdes y ocres de camuflaje, haciéndola parecer desde lejos como una protuberancia más de la roca. Sin embargo, ahora confieso que la construcción de la caseta me permitió gozar durante aquel verano de un lujo impensable en nuestras interminables jornadas oteando los montes, pues para hacer el mortero de cemento hubo que subir un remolque con una gran cuba cargada hasta los topes con 4.000 litros de agua procedente de un manantial cercano, y gracias a ello podía, en las horas de más calor, bajar del risco durante unos momentos para disfrutar de un baño tan estrambótico como refrescante en el oscuro interior de aquella enorme tinaja sobre ruedas.
Los partes de los puestos de vigilancia situados en el monte se daban a los guardas del Instituto para la Conservación de la Naturaleza ‒el conocido ICONA‒ responsables de cada comarca forestal, quienes a su vez los transmitían a la centralita instalada en la sede de la Gran Vía de San Francisco, junto a la madrileña Puerta de Toledo. A cada hora en punto se escuchaba por la radio una larga retahíla de partes, por lo general rematados por la coletilla «sin novedad», procedentes de todos los puestos de la región. Los más próximos a nosotros eran el de El Espartal, situado en el cordal que conforma la divisoria con el valle de Canencia, y el de La Najarra, en el extremo oriental de la Cuerda Larga; por su situación estratégica ambos compartían con nosotros la responsabilidad de la vigilancia de los pinares del Alto Lozoya. En el puesto de la Najarra vigilaron, como guardas del ICONA, entre otros, nuestros amigos Javier Romero, Ricardo Rodríguez-Roda y Pedro Muñoz, los dos primeros a mediados de los años setenta y el segundo a comienzos de los ochenta. Todas las mañanas, caminando por el sendero del Espaldar de la Najarra con las alforjas y la manta liadas al hombro, Pedro subía desde el puerto de la Morcuera hasta el pequeño refugio de piedra construido unos veinte años antes en lo alto de la divisoria con el Hueco de San Blas el Viejo, siempre en compañía de Ramitos, una perrita peluda y más lista que el hambre que tenía por entonces. A él no le relevaba nadie y se pasaba allí arriba, sin faltar un solo día, los cuatro meses que duraba la campaña de vigilancia, como un anacoreta en su pequeña ermita desde la que, en días claros, se puede abarcar el inmenso territorio que media entre los Montes de Toledo y las sierras sorianas y burgalesas de Urbión y la Demanda. Como hacíamos todos, ocupaba su tiempo no sólo en otear tan amplios horizontes, sino también en escrutar lo más pequeño que la Naturaleza le ofrecía, y así recuerda que en uno de aquellos veranos se pasó meses buscando y contando ejemplares de Eresus cinnaberinus, una minúscula y preciosa araña saltadora de vivo color rojo cinabrio moteada con cuatro puntos negros que habita en los pastizales y roquedos de estas cumbres, tras una conversación llena de entusiasmo que mantuvo con Nacho Simonet sobre la espectacular belleza de esta especie.
Pedro y Javier en el espaldar de la Najarra, al pie del risco desde donde el primero vigilaba el monte a comienzos de los años ochenta. Abajo a la derecha, una fotografía de Pedro tomada en aquella época |
Por aquel entonces la Sociedad Belga de los Pinares del Paular tenía su propio servicio de vigilancia contra incendios, independiente del articulado por el ICONA, organismo de ámbito estatal responsable de la gestión de los montes públicos de la provincia hasta que sus competencias y funciones fueron traspasadas poco después a la Comunidad de Madrid. Aunque la coordinación entre ambas guarderías era obligada y efectiva, los guardianes del Pinar de los Belgas íbamos en cierto modo «por libre», y ello nos daba alguna independencia a la hora de transmitir los partes o comunicar las incidencias, lo que propiciaba algunas situaciones insólitas. Voy a recordar aquí una de ellas que viví personalmente con motivo de un gran incendio desatado a primeras horas de la tarde del 5 de julio de 1986 en las altas laderas del pinar que se extienden entre el macizo de Peñalara y el puerto del Reventón, al que ya me referí en otra entrada a esta bitácora. Aquella noche no durmió nadie entre el personal de la Sociedad Belga de los Pinares del Paular pues, desde el director, Alain Lecocq, y el ingeniero de montes responsable, Gregorio Montero, guardas, capataces, y hasta el último peón forestal, tuvimos que subir a combatir el fuego que arrasaba una de las zonas del monte más abruptas y de más difícil acceso, junto a varios retenes del ICONA, medio centenar de bomberos de la Comunidad de Madrid y fuerzas del Ejército de Tierra. En esa semana yo le hacía el turno a mi hermano Javier, que había tenido que viajar a Bruselas para defender un trabajo académico. Hoy, más de treinta años después, sigue lamentando no haber estado allí en aquellos momentos y haberse perdido la experiencia dramática e inolvidable del fuego devastando nuestros más queridos paisajes, de la que a mí se me ha quedado especialmente grabada en la memoria, como dato curioso, la gran explosión producida por el estallido de un viejo proyectil de artillería de la guerra civil a causa del calor, que retumbó en todo el valle. Tras la amanecida, después de pasar más de dieciocho horas seguidas luchando contra el fuego al mando de una compañía de soldados de infantería puesta bajo sus órdenes, el veterano guarda de Rascafría, Bienvenido García, se encontraba sobre las 9 de la mañana con su agotada tropa en las inmediaciones del nevero de Hoyoclaveles, al pie del macizo de Peñalara, en donde se había detenido el frente del incendio ante la barrera infranqueable que formaba la extensa y alargada mancha de nieve que todavía se conservaba bien avanzado el verano. En aquel momento sonó en la emisora la voz airada e imperiosa de un alto cargo de la Agencia de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid ‒cuyo nombre omito‒ que acababa de llegar a la amplia explanada que hoy ocupa el monumento al Guarda Forestal para dirigir personalmente las operaciones de extinción, ya prácticamente controlado el incendio gracias a la actuación de tres hidroaviones Canadair y después de arrasar una importante superficie de pinar y matorral. Ante el tono irritado e impaciente del político recién llegado ‒aquel día era domingo y seguramente tuvo que interrumpir su fin de semana veraniego‒, que reprendía airadamente a nuestro amigo Bienvenido por una cuestión menor sobre las columnas de humo que aún surgían de los rescoldos del incendio, y sabiendo que la conversación se escuchaba en todos los puestos de la región y en la centralita de Madrid, no pude menos que soltar por la emisora que llevaba colgada al hombro: ‒«Bienve, no hagas ni caso, que a última hora siempre viene algún enteradillo de Madrid a dar lecciones de cómo apagar un incendio...». Al no estar sujeto a la jurisdicción ni a la disciplina de la Agencia de Medio Ambiente me pude dar ese gusto.
Burlando la soledad
Como las horas pasadas allí arriba se hacían interminables, a veces inventábamos cualquier entretenimiento para distraer nuestra rutina y atenuar la sensación de aislamiento acumulada después de tantos días de soledad, como intentar vernos con los prismáticos desde un extremo al otro del valle, para lo cual nos hacíamos señales agitando al aire las camisas en el punto más alto de las cumbres, cosa que nunca conseguimos. A pesar de que nuestras conversaciones eran escuchadas en la centralita de Madrid, a menudo no podíamos evitar hablar por la emisora de cuestiones triviales y ajenas al servicio, como lo que llevábamos ese día para el almuerzo o si alguno de nosotros se había quedado sin agua a mitad de jornada y le tocaba pasar más sed que un beduino. Otras veces, bajando la voz con la vana pretensión de no ser oídos, Nacho, Pedro y el autor de estas líneas organizábamos a través de la radio algunas escapadas nocturnas a Swabylon, un bar de copas de Miraflores que concentraba entonces uno de los ambientes más animados de todos los pueblos de la vertiente sur del Guadarrama, donde nos desquitábamos de los muchos días pasados en soledad y nos dábamos pisto de nuestra vida a lo Jeremiah Johnson en lo alto de la sierra.
Nacho Simonet transmitiendo un parte desde lo alto de nuestra atalaya en el verano de 1983 (Fotografía de Annie Rodríguez-Roda) |
Acuarela de Nacho Simonet pintada desde nuestro puesto de vigilancia (septiembre de 1983) |
Nuestra vida solitaria también se veía animada por la compañía de un pastor de Bustarviejo que algunos años subía con su hato de doscientas ovejas a pasar el verano en una majada situada a escasos metros de nuestro puesto de vigilancia, en virtud de una antiquísima servidumbre medieval que permite aprovechar los pastos del valle a los pueblos del antiguo sexmo segoviano de Lozoya. Disfrutábamos igualmente de la compañía de unos pocos amigos que subían hasta allí para compartir nuestra experiencia ‒en mi caso, especialmente Pepe Nicolás, autor de algunas de las fotos que ilustran esta entrada‒ y de otros visitantes ocasionales, como los escasos excursionistas que entonces pasaban por allí y que eran siempre bien recibidos, aunque sólo fuera para pegar la hebra durante un rato. Para mí, los más habituales fueron dos números de la Guardia Civil integrantes de la Patrulla Rural, una unidad creada en 1980 para vigilar los montes y que fue antecesora del actual SEPRONA. Haciendo su ronda por el pinar, llegaban montados en sus motos todoterreno y se detenían un rato para comentar algún asunto relacionado con la vigilancia mientras echábamos un pitillo. Durante dos veranos compartí con ellos almuerzo, bota de vino, tabaco y conversación hasta que cambiaron de destino. Eran jóvenes como nosotros y muy buena gente, y en una mañana fría y desapacible de septiembre les presté mi manta para que echaran una cabezada al abrigo de la roca, pues aquella noche habían trasnochado con algún exceso, lo que evidenciaba el rostro descompuesto de uno de ellos. Me devolvieron el favor en una ocasión en la que se me hizo muy tarde y me pilló la noche después de hacer la compra en Rascafría. En aquel momento no me funcionaban las luces de la moto y me escoltaron por la carretera del puerto de los Cotos hasta la Casa de la Horca, alumbrándome desde atrás con los faros del Land Rover de la Guardia Civil, un «privilegio» del que no pueden presumir muchos mortales.
Una mirada desesperanzada hacia el futuro
Han pasado casi cuatro décadas desde que vigilábamos los pinares de El Paular, y hoy ni los tiempos ni las circunstancias son los mismos. Mucho se ha ganado en lo que se refiere a conservación y a conciencia ambiental, pero se han hecho patentes nuevas amenazas que entonces ni siquiera vislumbrábamos a pesar de la amplia perspectiva de conocimiento del medio natural que nos daba la observación diaria y atenta de estos montes. Fue precisamente durante aquellos años en los que fuimos sus guardianes, corriendo la década de los ochenta, cuando en España se empezó a cobrar consciencia entre algunos científicos del riesgo que supone para el futuro de nuestros bosques el calentamiento del clima producido por las emisiones de gases de efecto invernadero. Hoy la certeza no deja apenas lugar para la esperanza, pues esta amenaza casi apocalíptica del cambio climático es la que realmente compromete el futuro de estos pinares y del conjunto de masas forestales ibéricas de Pinus sylvestris. Lo dejan claro algunos estudios llevados a cabo sobre esta especie, entre los cuales traemos aquí como muestra un artículo publicado no hace demasiado tiempo por un grupo de científicos en la revista Ecosistemas, cuyo título lo dice todo: «Las poblaciones ibéricas de pino albar ante el cambio climático: con la muerte en los talones».
Pasado tanto tiempo, los veteranos guardianes del Alto Lozoya seguimos vigilando nuestros pinares, a los que subimos con frecuencia, a veces juntos y otras en solitario, para hacer balance de su estado de conservación después de cuarenta años y dar fe de las nuevas amenazas que se ciernen sobre ellos. Aunque éste es un plazo de tiempo insignificante en comparación con los que maneja la paleoclimatología en sus estudios sobre la evolución histórica del clima, los todavía leves cambios en la vegetación producidos lentamente desde entonces se hacen visibles a nuestros ojos, gracias a ese sutil sentido de la percepción que desarrollamos en aquellos años por medio de nuestra inquisitiva y reiterada contemplación de unos paisajes que ya comienzan a no ser los mismos que conocimos, y que tampoco serán los que conozcan las generaciones venideras. Enormes pinos que crecieron durante siglos en los rasos cimeros cercanos a nuestro puesto de vigilancia van muriendo año tras año casi sin avisar a causa de la acción combinada de las sequías y las plagas de algunos escarabajos escolítidos del género Tomicus, mostrando apenas el síntoma del repentino amarilleo de sus grandes copas retorcidas por el viento antes de secarse completamente al cabo de unas semanas. Con el tiempo, el roble melojo e incluso la encina irán ocupando el nicho ecológico del pinar huyendo de «la seca», una patología conocida con este nombre que afecta a las quercíneas que crecen en las laderas de menor altitud y en el piedemonte de la sierra, y que fue detectada en España a comienzos de la década de los ochenta. En el ámbito forestal también hay refugiados climáticos, pues en él se está produciendo un fenómeno equivalente al de las grandes migraciones humanas causadas por el imparable avance del desierto. El estudio científico mencionado poco más arriba es muy explícito al respecto y predice una importante reducción del territorio que actualmente ocupa el pino silvestre en la Península Ibérica para finales del siglo XXI por los efectos del aumento de las temperaturas, como serán la mayor frecuencia de la sequías, los incendios forestales y la proliferación de plagas de lepidópteros defoliadores y coleópteros escolítidos barrenadores de la madera, agravados todos ellos por la erosión de los suelos y el abandono de la gestión forestal en muchas zonas.
Nacho Simonet escrutando los misterios del pinar desde nuestra antigua caseta de vigilancia, en el verano de 2016 |
Como contrapunto a estas plagas, otras especies de insectos están cada vez más amenazadas y son el mejor indicador de los cambios ambientales que se están produciendo en el pinar. No hay apenas estudios científicos sobre el impacto que causan sobre la fauna entomológica de la Sierra de Guadarrama problemas tan serios como el calentamiento del clima, el empleo de pesticidas y la contaminación lumínica, pero cuando subimos a nuestro antiguo puesto de vigilancia y hacemos memoria con los sentidos alerta tenemos la sensación inequívoca de que se ha apagado mucho el zumbido leve pero omnipresente del vuelo de los insectos que habitan en aquellas alturas, como abejas, abejorros, moscardones, tábanos o ciervos volantes, así como el chirrido de saltamontes, grillos de matorral y otros ortópteros, que llenaban mucho más que hoy la atmósfera caliente y silenciosa del pinar y el robledal en los veranos de hace apenas cuarenta años. Por el contrario, cada vez podemos escuchar a mayor altitud el estridente canto de las chicharras amantes del calor procedentes del llano. Estos son indicadores enormemente inquietantes de lo que está pasando, pero, en definitiva, nada nuevo bajo el sol porque nos muestran también lo mucho que tiene de bello, casi de milagroso, la eterna competición de las distintas formas de vida por adaptarse al medio en el proceso inmemorial de la evolución biológica, lo que determinará también nuestra propia supervivencia como especie. Sin embargo, mientras se decide esto último a más largo plazo, ya debemos ir pensando en decir adiós a una parte de la biodiversidad que nos es más querida y a la disposición ordenada, armoniosa y supuestamente duradera con que la hemos conocido durante el paso fugaz de nuestras vidas por estas montañas.
En un mundo tan vertiginosamente cambiante como el que nos ha tocado vivir apenas hay lugar para la nostalgia, aunque el autor no ha podido evitar que algo de ella se trasluzca en este relato de los años en los que ejercimos como guardianes del Alto Lozoya. Pero la mirada retrospectiva y un tanto añorante que hemos echado a los pinares de El Paular en estas líneas se proyecta también hacia el futuro con realismo, y nos sirve para avisar, como hacíamos antaño por la emisora desde lo alto de nuestra atalaya, del negro destino cada vez más cierto que aguarda a los bosques ibéricos y a la riquísima biodiversidad que albergan por la imposibilidad de revertir a medio plazo el acelerado proceso de calentamiento global causado por la demencial actividad humana. Es la misma mirada al mundo cruda, fatalista y vigilante que Lope de Vega aconsejaba para aprestarse ante los males del futuro en una de las liras de seis versos que compuso en 1632 para su apesadumbrada Égloga a Claudio:
El mundo ha sido siempre de una suerte;
ni mejora de seso ni de estado;
quien mira lo pasado
lo porvenir advierte...
Una nutrida representación de los veteranos guardianes del Alto Lozoya reunida en fraternal comité después de nuestra última visita al monte, el 15 de junio de 2018 |
(Agradezco a mi buen amigo Jesús Dorda, biólogo y conservador del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid (CSIC), su valiosa información sobre la complicada taxonomía de alguna de las especies de insectos citadas en esta entrada, y su opinión acerca del impacto del calentamiento del clima sobre las mismas en el entorno de la Sierra de Guadarrama, que he querido contrastar previamente con mis impresiones manifestadas aquí)
6 comentarios:
Julio, magnifica y entrañable entrada. Un macuto de historia. Como siempre, gracias por compartir con todos
Qué maravilla de entrada. Un texto que nos introduce en un entorno único en la sierra. Espero que, a pesar de todo, haya un poco de espacio para la esperanza y consigamos conservar estos pinares durante muchos siglos...
Un fuerte abrazo
como siempre Julio mi más sincera enhorabuena por contarnos estas historias tan interesantes de nuestra querida sierra.
Querido Julio: gracias por este magnífico regreso a mis añoradas épocas de juventud. Maravillosos tiempos vividos en plena naturaleza. ¡Una delicia de relato!
Como siempre un placer conocer historia y pormenores de nuestra sierra de tu verbo sabio
Gracias a todos por vuestros comentarios. Y a ti, Annie, te mando además un abrazo especialmente fuerte, porque compartimos paisajes y emociones en aquellos años.
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