jueves, 8 de febrero de 2018

LA SIERRA DE GUADARRAMA: IDENTIDAD CULTURAL Y MASIFICACIÓN

Esta entrada es la transcripción completa del capítulo que escribí para 
el libro «Aurrulaque»publicado en noviembre de 2017 por Ediciones 
La Librería y cuya autoría comparto con Antonio Sáenz de Miera, 
Eduardo Martínez de Pisón, Álvaro Bermejo y Antonio Guerrero.
Las magistrales viñetas que lo ilustran, en las que hay que
hacer un click para apreciarlas con mayor calidad,
son de Jorge Arranz, cuya página web es 
http://www.jorgearranz.com/


El libro que el lector tiene en sus manos se comenzó a gestar en una comida a la que nos convocó nuestro amigo Antonio Sáenz de Miera el 17 de marzo de 2017, por medio de un correo electrónico lleno de la solemnidad y el sentido del humor de los que suele hacer gala en sus llamamientos a estas reuniones, a las que nos tiene acostumbrados desde hace ya muchos años en su querido Casino de Madrid: 

El próximo viernes día 17 a la una de la tarde nos reuniremos en el bar de socios del Casino de de Madrid de Álcalá 15, luciendo bellas corbatas, Eduardo Martínez de Pisón, Julio Vías, Álvaro Bermejo, Jorge Arranz y Antonio Sáenz de Miera con objeto de hablar del libro sobre los Aurrulaques que publicará la editorial La Librería, y que, según acuerdo aprobado en la última reunión del Patronato del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, será financiado por dicho parque. Los asistentes almorzarán en el restaurante Recoletos que se encuentra en el mismo Casino. Copio la serranilla que ha sido encontrada no sé dónde por no sé quién, y que me ha remitido el profesor Pisón:

                                              En Navarrulaque los poetas
                                              están hablando de la sierra.
                                           Cuatro puertas al Guadarrama
                                             son fuentes de agua serrana:
                                                la de Cossío en el puerto,
                                             la de la ciencia en el viento,
                                               la que brota en Peñalara
                                              y la del risco de la Aldara.
                                              En la Nava de Aurrulaque
                                                 los poetas de la sierra
                                                 charlan y hacen versos
                                             con el señor Sáenz de Miera

Confirmadme por favor la recepción de este mail.
Un abrazo y hasta el viernes.
Antonio

          En aquella comida nuestro anfitrión nos propuso, como anunciaba en su correo, escribir conjuntamente un libro sobre los Aurrulaques, para lo cual había que definir el contenido que debía tratar cada uno de nosotros en en sus respectivos capítulos, y que en el caso particular de Jorge Arranz consistía en las magistrales viñetas que lo acompañan. Pero antes que nada, para el lector despistado que a estas alturas no sepa qué es eso de los «Aurrulaques», voy a tratar de reflejar aquí mi visión personalísima sobre estas reuniones anuales ideadadas  ‒yo más bien diría que perpetradas‒ por Antonio Sáenz de Miera hace treinta y tres años y que se celebran en los alrededores de la hermosa pradera de Navarrulaque situada en las alturas de los pinares de la Fuenfría, al pie mismo de Siete Picos. De este antiguo topónimo que ostenta el paraje toman estos actos su extraño nombre, que algunos guadarramistas guasones sustituyen por «aquelarres», y aunque en ellos no se reúnen brujas ni machos cabríos invocando al demonio alrededor del fuego a uno se le antoja que alguna clase de hechicería debe utilizar Antonio para conseguir «embarcar», año tras año, a las personalidades de mayor prestigio dentro del mundo de la conservación, la política y la comunicación para que escriban y lean en público los manifiestos, y a los más célebres dibujantes y humoristas gráficos para que ilustren y firmen los carteles. Entre los primeros podemos citar aquí no pocos nombres conocidos, como Luis Rosales, Pedro Laín Entralgo, Marcelino Oreja, José María Gil Robles, Moncho Alpuente, Santiago de Mora-Figueroa, Eduardo Martínez de Pisón, Joaquín Araujo y Juan Luis Arsuaga, entre otros muchos. Entre los segundos figura lo mejor del humorismo gráfico español, como Chumy Chúmez, Máximo, Peridis, Forges, Madrigal, El Roto y el mismo Jorge Arranz. A la zaga de esta pléyade de eminentes figuras acuden también los políticos en el ejercicio de sus cargos unos decididamente alineados con la conservación del Guadarrama y otros no tanto‒, y ello es bueno pues allí tienen la oportunidad de pulsar la opinión pública y la realidad ambiental de las dos vertientes serranas, que después tendrán en cuenta, o no, a la hora de tomar decisiones.

Juan Luis Arsuaga leyendo su manifiesto en el mirador de Luis Rosales durante el Aurrulaque de 2009

          Después del acto Antonio suele invitar a un marmitako a los amigos más cercanos y a los asistentes ilustres en Los Merachos, su casa de Cercedilla. Allí he visto compartir la misma mesa, codo con codo, a un Secretario de Estado de Medio Ambiente con ganaderos y guardas forestales, a políticos regionales y alcaldes de los pueblos serranos con destacados artistas, escritores y poetas, al codirector del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama con científicos, naturalistas, profesores universitarios, ecologistas militantes, periodistas ambientales, senderistas y montañeros, reuniéndose así todas las visiones y perspectivas posibles sobre el Guadarrama con la cercanía que propicia compartir los platos y el vino frente a los soberbios paisajes que desde allí se contemplan. Además de los sabrosos pucheros de marmitako, en Los Merachos se han «cocido» muchos asuntos y cuestiones trascendentales para el futuro de la Sierra de Guadarrama. No es extraño, pues, que en su ya larga andadura los Aurrulaques se hayan convertido en el más preciso termómetro para medir la temperatura vital del guadarramismo, ese movimiento cultural nacido hace ya más de un siglo alrededor del Guadarrama, del que hasta hace poco tiempo nadie hablaba y que hoy ocupa muchos titulares de prensa, porque nuestra amenazada sierra está tan de moda que puede incluso morir de éxito tras la declaración del parque nacional que lleva su nombre.

De izquierda a derecha: Nicolás Ortega, Perico Heras y Leonardo Fernández Troyano durante la comida en Los Merachos, la casa de Antonio Sáenz de Miera en Cercedilla, después del Aurrulaque de 2013

          El movimiento guadarramista debe mucho a los Aurrulaques y a otras iniciativas paralelas también memorables, como fueron las marchas Allende Sierra organizadas en 2004 para reclamar la creación del gran espacio protegido. Personalmente, entre unas cosas y otras, recuerdo toda aquella actividad frenética como una de las etapas más divertidas e interesantes de todas las que me ha tocado vivir, en la que se forjaron amistades duraderas que me sirvieron de mucha ayuda por aquel tiempo. Perico Heras, uno de estos buenos amigos, siempre dice que muchos de nosotros, los que entonces éramos todavía casi jóvenes y hoy no lo somos tanto por no decir que somos casi viejos‒, hemos visto como se nos ponía el pelo blanco a lo largo de esta época irrepetible de nuestras vidas, en las incontables reuniones que celebrábamos en la sede de la Sociedad de Alpinismo Peñalara continuadas después en Lhardy o en la taberna El Barril de la calle de la Aduana, en la Academia de San Fernando, en el Ateneo, en el Real Jardín Botánico, en homenajes, conferencias y presentaciones de libros, en los Aurrulaques y en las tres o cuatro marchas Allende Sierra que hacíamos cada año atravesando los puertos bajo el sol o la nieve para hacer oír nuestras voces en las dos vertientes del Guadarrama, marchas que a menudo nos resistíamos a dar por terminadas al llegar a su destino y solían acabar en el bar La Fundición, de la Granja de San Ildefonso, en la Venta Marcelino, en el desaparecido hotel-alberguería de El Paular o en cualquier taberna de los pueblos de la Vera de la Sierra segoviana. Sobre las marchas Allende Sierra y los Aurrulaques trata una interesantísima y divertida crónica novelada y todavía no publicada de Álvaro Blázquez, uno de los protagonistas de estas y otras acciones reivindicativas en defensa de la Sierra de Guadarrama, documento indispensable para los que en el futuro quieran saber más sobre esta reciente e insólita etapa del guadarramismo[1].


          Desde 1984 se han celebrado treinta Aurrulaques excepto en los años 1989, 1991, 1992 y 1993, en los que no se pudieron organizar por razones ya aclaradas por Antonio Sáenz de Miera en su capítulo‒, y aunque el autor de estas líneas «sólo» ha asistido a los últimos dieciséis, entre los cuales se cuentan los más trascendentales por su repercusión política y mediática, tiene una completa visión de conjunto de lo que estos actos han significado para el Guadarrama. En los Aurrulaques se ha debatido sobre todos los aspectos que abarcan el pasado, el presente y el futuro de nuestra sierra: la historia, la literatura y la poesía, las bellas artes, los usos tradicionales, la política forestal, las ciencias ambientales, la conservación de los recursos naturales, el urbanismo, la masificación turística y deportiva... Aunque siempre han tenido un carácter festivo y lúdico, a veces han estado cargados de mucha tensión, y a este respecto recuerdo bien algunos de ellos, pero muy especialmente el celebrado el 22 de julio de 2006, que tuvo como asunto a debatir la política urbanística vigente desde 1998 que amenazaba con nuevos desarrollos urbanos de decenas de miles de viviendas en el piedemonte de ambas vertientes de la sierra, hasta que poco tiempo después el estallido de la burbuja inmobiliaria puso freno a aquel caos.



          En aquella ocasión el encargado de leer el manifiesto fue Ricardo Aroca, decano del Colegio de Arquitectos de Madrid y representante de la corriente más crítica e inconformista de la arquitectura madrileña, quien, con su larga barba valleinclanesca agitada por el viento y utilizando a modo de púlpito la gran roca situada en el centro de la pradera de Navarrulaque, tronó como un apóstol indignado contra la política ultraliberal todavía imperante que declaraba urbanizable todo el territorio español a excepción de los espacios naturales estrictamente protegidos. Por si fuera poco, el autor del cartel de aquel Aurrulaque fue otro destacado heterodoxo, el dibujante Andrés Rábago, El Roto, quien representó en el mismo la inquietante imagen de un torrencial pedrisco de ladrillos cayendo sobre la Sierra de Guadarrama, un dibujo de tal fuerza visual que fue reproducido en el diario más importante de la prensa generalista española. El autor de estas líneas andaba entonces embarcado en la coordinación editorial del libro En torno al Guadarrama, una obra colectiva promovida por las mismas asociaciones guadarramistas entonces implicadas en los Aurrulaques y en las marchas Allende Sierra, que fue publicado poco después con la financiación de la Consejería de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid y presentado en la Casa de Correos de la Puerta del Sol en diciembre de 2006. Todavía en tiempos en los que la arrolladora política del ladrillo creaba una gran alarma social, uno consideraba necesario reproducir aquel cartel en sus páginas, pero a través de terceras personas recibió la advertencia supuestamente procedente de la desaparecida Fundación FIDA, coeditora del libro, de que si insistía en tal empeño la Administración regional retiraría el patrocinio y la
ayuda económica.


          El entonces consejero de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid, Mariano Zabía, estaba en el punto de mira de todas las asociaciones ecologistas involucradas en la defensa de la Sierra de Guadarrama y de otros espacios naturales protegidos, como la Sierra Oeste de Madrid amenazada entonces por el hoy consumado desdoblamiento de la carretera M-501, y le defendían de esta forma. En nuestro caso no hacía falta, pues fue el político más cercano y más sinceramente comprometido con los Aurrulaques y las marchas Allende Sierra, a las que nos acompañó siempre afrontando las más abruptas orografías y las peores inclemencias invernales. Así de paradójicas, tensas y complicadas estaban las cosas.








Masificación: la gran amenaza emergente
Para aquel libro colectivo que acabo de mencionar escribí un capítulo titulado «El Guadarrama: incertidumbres y esperanzas», en el que, entre otras cuestiones, señalaba a la política urbanística desatada en España por la Ley del Suelo de 1998 como la principal amenaza para la conservación de la Sierra de Guadarrama. Aunque han cambiado mucho las cosas, al cabo de once años este peligro no ha desaparecido y nos tememos que una vez superada la crisis económica se va a estrechar el cerco a aquellos parajes sin protección que entonces resistieron el feroz asalto de la urbanización en las dos vertientes de la sierra. Los años de tregua marcados por el estallido de la burbuja inmobiliaria parece que sólo van a suponer un alto el fuego temporal en este asedio, pues los intereses económicos vinculados al ladrillo siguen ahí, agazapados y lamiéndose las heridas causadas por la crisis, pero sin renunciar a los restos del botín que se repartieron hasta el año 2008.


          Hoy la situación se ha vuelto todavía más compleja a causa de la saturación del uso público en muchas zonas, lo que que es parte de un problema de alcance global causado por la masificación turística en todo el mundo, cuestión que ocupa grandes titulares en los medios de comunicación por la contestación social a la que está dando lugar en ciudades como Barcelona, Amsterdam, Roma, Venecia y también Madrid, donde los millones de turistas que las visitan colapsan los espacios públicos, expulsan a sus habitantes de los centros históricos y banalizan sus mejores paisajes culturales, haciéndolas perder su identidad hasta el extremo de convertirlas en algo escasamente reconocible, aunque sigamos llamándolas por sus nombres.
          Todo ello es lo que genera la llamada «turismofobia», desatada a veces con injustificable violencia por la percepción casi generalizada que tienen los ciudadanos que habitan los cascos históricos de las más importantes ciudades turísticas de que la actividad económica basada en el turismo de masas, especialmente el turismo low cost o de bajo coste, se aprovecha de todos los valores públicos de la ciudad, es decir las calles, las plazas los parques, los monumentos, los paisajes urbanos más representativos, la cultura, e incluso la idiosincrasia y la hospitalidad de sus habitantes, para generar beneficios en su mayor parte privados de los que aquellos no participan, pese a ser los verdaderos sufridores de las secuelas de la masificación. Y el autor de estas líneas sabe muy bien de lo que habla, porque la conservación del amenazado patrimonio madrileño es objeto de sus más serias preocupaciones e incluso de una parte de su actual actividad política y docente, pero sobre todo porque vive desde hace más de una década ‒aunque no sabe por cuanto tiempo más‒ a escasos metros de la Plaza Mayor de Madrid, asistiendo en estos últimos años al progresivo deterioro del casco histórico y de la calidad de vida de sus habitantes, a la expulsión del vecindario por la subida de los alquileres a resultas de la proliferación de pisos turísticos legales o ilegales, y a la desaparición del valioso legado cultural constituido por los viejos comercios, algunos de ellos centenarios, en beneficio de multinacionales y franquicias. 
          El turismo es uno de los grandes motores de la economía mundial con un papel comparable al que desempeñó la industria a partir de mediados del siglo XIX, pero sus consecuencias medioambientales no son tan inocuas como se ha pretendido hacer creer desde algunos sectores de opinión interesados, al igual que tampoco lo fueron las de la Revolución industrial en términos no sólo ambientales, sino también sociales y culturales. Por ello, es un auténtico sinsentido referirse al turismo con esa denominación ya aceptada de «industria sin chimeneas», pues sus efectos en el calentamiento del clima están más que probados con un aumento del 80% en las emisiones producidas por el transporte aéreo desde la década de los noventa. En el último informe de la Fundación Alternativas titulado «Sostenibilidad en España 2017. Cambio de rumbo, tiempo de acción» se ponen cifras a este impacto: los 75 millones de turistas que anualmente recibe España generan 1,8 millones de toneladas de dióxido de carbono, 112.000 toneladas de residuos sólidos, 22,5 millones de metros cúbicos de aguas residuales y consumen 825 millones de litros de combustible. A todo ello hay que sumarle el incontrolado crecimiento urbano asociado al turismo con la consecuente pérdida de patrimonio natural y paisajístico, lo que a lo largo del último medio siglo ha sido causa de algunos de los peores desastres ambientales de la historia de nuestro país. En agosto de 2017, el gigante turístico TUI Group anunció por boca de su consejero delegado Fritz Joussen que «España está llena», al crecer el turismo un 12 % sólo en los seis primeros meses del año alcanzando los 36,4 millones de turistas. Sin embargo, hoy son pocos los responsables políticos que se atreven siquiera a hablar de la regulación con previsión de futuro de un todopoderoso sector económico que en España genera millones de puestos de trabajo y representa un 11% del producto interior bruto.



          En los espacios naturales protegidos está empezando a ocurrir lo mismo que en las ciudades turísticas, sobre todo en aquellos cercanos a los centros de población más importantes. El turismo de naturaleza ha crecido en España un 32% en los últimos siete años, con una fuerte internacionalización a resultas del poderoso reclamo que representan nuestros ecosistemas y nuestros paisajes, los más ricos y variados de toda Europa. Ello puede entenderse como una oportunidad para el desarrollo de modelos turísticos verdaderamente sostenibles, pero con motivo del Día Mundial del Turismo de 2017 las más importantes ONGs conservacionistas españolas han alertado del riesgo que supone para nuestra biodiversidad un aumento excesivo de este tipo de turismo. La muerte reciente de un urogallo ‒la especie más amenazada de nuestra fauna salvaje‒ en Benasque (Huesca) tras el acoso de decenas de turistas que intentaban fotografiarlo mientras exhibía su plumaje en pleno éxtasis del cortejo es el más claro y vergonzoso ejemplo de ello. En la Sierra de Guadarrama se está poniendo en peligro la lenta y tímida recolonización de su territorio por el lobo ibérico, a causa de la actividad de una empresa turística que oferta la observación de esta especie invadiendo y divulgando sus hábitats más querenciosos durante la época de cría, la única en la que puede asegurar a sus clientes el avistamiento de ejemplares.
         La afluencia a los parques nacionales españoles ha aumentado casi un 80% en los veinte últimos años, hasta superar los 15 millones de visitantes en el pasado año 2016, la cifra más alta desde que existen registros. El aluvión de visitantes que pretende acceder a ellos en todas las épocas del año es ya difícilmente contenible, pese a los cupos establecidos por los estudios de capacidad de acogida ‒allí donde los hay‒, produciéndose a veces conflictos que rozan la alteración del orden público cuando se impide el acceso una vez alcanzado el límite. Podemos citar aquí el caso del Parque Nacional de las Islas Atlánticas, en el que cientos de visitantes tuvieron que ser devueltos al puerto de Vigo al superarse los cupos de acogida durante el primer fin de semana de 2017, teniendo que intervenir la policía nacional para calmar los ánimos. En la Sierra de Guadarrama se ha dado algún caso similar en las Dehesas de Cercedilla, donde hace muy poco se han producido altercados con amenazas a los agentes forestales que impedían el acceso de vehículos a la abarrotada zona recreativa.


      En relación a la Sierra de Guadarrama vamos a emplear el término general de «visitantes» para referirnos tanto a los usuarios habituales del medio natural como a los turistas estrictamente considerados como tales, que acuden atraídos por su rico patrimonio cultural y cuyo número crece también de forma exponencial, como prueba lo ocurrido en Pedraza de la Sierra el 9 de julio de 2011, durante la tradicional celebración de la Noche de las Velas. Aquel día esta pequeña y hermosa villa segoviana quedó colapsada por decenas de miles de visitantes y cientos de vehículos, al formarse durante horas un monumental atasco en la puerta de la muralla medieval producido por los coches que salían y los que pretendían entrar inútilmente, lo que ocupó grandes titulares en los medios de comunicación regionales.
          El Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama ha sido en 2016 el segundo más concurrido de toda España después del Parque Nacional del Teide, con casi 2,5 millones de visitantes, cifra que baja respecto a la del año anterior en más de medio millón debido a un «cambio de modelo en el cálculo», según informan literalmente desde el Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente ‒siempre el medio ambiente en último lugar‒. No sé cuál ha sido el método empleado para hacer el cómputo, pero se me antoja que calcular el número de personas que visitan cada año el parque nacional y el resto de la sierra es algo casi tan ilusorio como contar una a una las hormigas de un hormiguero. En estos tiempos hay que ponerle cifras a todo, pero no hace falta hacer cálculos para darse cuenta del gran problema creado por la masificación, que ya se extiende a zonas hasta no hace mucho solitarias y poco transitadas. La declaración en 2013 del espacio protegido ha tenido mucho que ver en este fenómeno al producirse un efecto llamada provocado principalmente por ayuntamientos, sociedades y federaciones deportivas y un sinfín de empresas privadas dedicadas a las actividades de tiempo libre que se han creado al amparo de las oportunidades de negocio surgidas por la creación del parque nacional.


          Ello se traduce sobre todo en la proliferación de competiciones deportivas multitudinarias, como las carreras de montaña, y en un verdadero torrente de ciclistas y senderistas que recorren las cumbres y laderas de la sierra a todas horas, perturbando incluso la oscuridad de la noche con el resplandor de potentes lámparas frontales que se pueden ver a decenas de kilómetros; también en los miles de bañistas que buscan alivio térmico en las cada vez menos soportables canículas madrileñas, y en otros muchos usuarios que demandan el disfrute del medio natural desde sus particulares aficiones, como los cazadores, los buscadores de setas, los montañeros y escaladores, los practicantes de las actividades lúdicas denominadas comercialmente como «multiaventura», y también, cómo no, los simples caminantes solitarios amantes del silencio y de la contemplación sosegada de los paisajes. Cada uno con nuestra mayor o menor responsabilidad en ello, todos hemos contribuido a convertir la Sierra de Guadarrama en algo mucho más parecido a un gran parque temático que a un espacio natural protegido.



          Sin embargo, hay que sopesar también los beneficios y no podemos obviar en estas líneas los efectos positivos que el llamado ecoturismo y las prácticas deportivas en el medio natural tienen en el desarrollo local, en la creación de empleo y en la creciente implicación de las administraciones en la protección del medio ambiente y el patrimonio cultural, aunque en lo que se refiere a esto último no es posible pasar por alto aquí algunas clamorosas meteduras de pata ‒por decirlo de una forma suave muy lamentables, como el derribo de la llamada «casa de Madinaveitia», uno de los chalets históricos del Club Alpino Español en el Ventorrillo.
          El uso público de la sierra, hoy masificado hasta extremos inimaginables hace apenas diez años, ha sustituido ya al ladrillo como idolatrado becerro de oro en la economía de la comarca, y habrá que congratularse por ello, pero es responsabilidad de las Administraciones competentes, de los gestores de los espacios protegidos de ambas vertientes de la sierra, de los ayuntamientos y de los grupos de acción local adoptar estrategias con visión de futuro para que este problema, identificado por los expertos como el más preocupante de los que actualmente amenazan el futuro de la Sierra de Guadarrama, por delante incluso de la urbanización descontrolada del territorio, no se convierta en el talón de Aquiles de su conservación.
          El eufemismo «dinamización turística», tan empleado hoy día por nuestros políticos regionales y locales en sus campañas electorales, es aplicable a la economía pero no a la conservación de la Naturaleza, que va mucho más allá del corto plazo de las legislaturas y exige paciencia y planificación sosegada. Y respondiendo de antemano a quien pudiera acusarle de formar parte de ellos, el autor de estas líneas ‒que no es un «político» aunque actualmente esté metido en política‒ cambió el nombre de la concejalía que ocupa desde hace dos años en el Ayuntamiento de Miraflores de la Sierra, anteponiendo el término «Medio Ambiente» al de «Urbanismo» y actuando en consecuencia. Este ejemplo, aunque pueda ser considerado como un simple gesto de cara a la galería, debería seguirse en todas las concejalías municipales y consejerías regionales que asumen conjuntamente estas competencias, como acto de contrición colectiva por las tropelías ambientales cometidas en nuestro pasado reciente y como declaración de intenciones ante la amenaza apocalíptica del cambio climático.
          Siendo consecuentes con nuestra exigencia de poder seguir gozando en la Sierra de Guadarrama de un mínimo grado de soledad en sus rincones más apartados, con nuestra demanda de conservación de sus paisajes, e incluso también, si se quiere, con la reclamación de rigor histórico en la información turística suministrada, estamos obligados a mirar con lupa las actuaciones del Organismo Autónomo Parques Nacionales en materia de accesos y aparcamientos dentro del ámbito del parque nacional, como igualmente otras iniciativas previstas por la Asociación de Desarrollo Sierra de Guadarrama (ADESGAM) en el entorno inmediato del gran espacio protegido incluidas en el «Plan de Desarrollo Turístico en la Sierra de Guadarrama-Alto Manzanares», que tienen prevista la creación y señalización de rutas turísticas a pie y en bicicleta de montaña, para que en su planificación se tengan presentes el riesgo de masificación y la creciente artificialidad de los paisajes más simbólicos como resultado del excesivo despliegue de balizas, mojones y cartelería explicativa en algunos lugares saturados de visitantes. Esto último es especialmente visible en la calzada romana de la Fuenfría, en los llamados «caminos naturales» abiertos en el valle de Lozoya y en el piedemonte segoviano, y también en ese itinerario temático denominado «Camino de Santiago madrileño», que con gran profusión de hitos jacobeos labrados en piedra se ha querido que transcurra por ambas vertientes de la sierra en un alarde de fantasía histórica sólo justificable por el afán de promoción turística de la zona. A juicio del autor, uno de los ejemplos más significativos de estas discutibles prácticas lo hallamos en el polémico ensanchamiento del histórico camino Schmid que une los puertos de Navacerrada y la Fuenfría, llevado a cabo con maquinaria semipesada en 2009 para, según se dijo, aumentar su accesibilidad y hacer compatible su uso cicloturista con los cientos de senderistas que lo frecuentan, lo que levantó la protesta unánime de la mayoría de sus usuarios. Esperamos que vuelva a ser definitivamente recuperado para los caminantes de a pie por el plan rector de uso y gestión pendiente de aprobación, que regirá el uso público y los aprovechamientos del parque nacional.


          Pero no todo ha sido negativo. La alarma social desatada por la imparable masificación de la Sierra de Guadarrama, aireada profusamente por los medios de comunicación, ha traído consigo otras iniciativas que marcan el buen camino. Con el reciente cierre de la Pedriza al tráfico rodado durante una gran parte del día, y la prohibición del baño en el río Manzanares que atraviesa estos espectaculares roquedos, se pretende recuperar la posibilidad de volver a gozar aquí de esa sensación de aislamiento tan necesaria para la contemplación de sus paisajes, e incluso para que el urbanita agobiado divague y filosofe sobre el sentido de la vida en la ciudad. Esa misma sensación que todavía se podía disfrutar en 1923, cuando Constancio Bernaldo de Quirós, uno de los descubridores de estos parajes, nos la describió en su libro La Pedriza del Real de Manzanares haciéndonos casi escuchar en sus páginas los tenues rumores atenuados o acentuados por el viento de la noche soplando entre los enormes riscos graníticos, y casi sentir en nuestras pituitarias los «vagos olores de esencias que emanan de excelsas lejanías silentes». A mi juicio, esta recuperación de la Pedriza de Manzanares para el silencio y la soledad va a constituir si se hacen cumplir las normas con autoridad‒ el segundo logro ambiental más importante conseguido en la Sierra de Guadarrama desde aquella restauración ejemplar del entorno de Peñalara emprendida a comienzos de los años noventa del siglo pasado tras el desmantelamiento de la estación de esquí de Valcotos. Esperemos que lo que se está haciendo en la Pedriza sirva igualmente de experiencia aplicable a tantos otros parajes de la sierra también necesitados de paz y silencio.


          Hace apenas un año la Dirección General de Turismo de la Comunidad de Madrid y la asociación ADESGAM presentaron en la Feria Internacional de Turismo (FITUR), celebrada en Madrid en enero de 2017, la marca «Destino Sierra de Guadarrama», en la que participan trece ayuntamientos de la vertiente madrileña de la sierra. Los más importantes turoperadores internacionales ya están ofreciendo como destino en sus paquetes turísticos la Sierra de Guadarrama con todos sus espacios naturales protegidos, lo que quizá deba ser motivo de satisfacción y orgullo para todos los que hemos peleado tanto por ellos, pero también lo es de seria preocupación. En nombre del turismo nuestras pequeñas montañas estuvieron a punto de perder su condición de espacio natural a finales de los años sesenta del siglo pasado, cuando el llamado «Proyecto de desarrollo turístico del Núcleo Central de la Sierra de Guadarrama», amparado por la Ley de Centros y Zonas de Interés Turístico Nacional impulsada por Manuel Fraga, el ministro que acuñó el lema «todo por el turismo», a punto estuvo de convertirlas en un gigantesco complejo de ocio y deporte milagrosamente frustrado por la movilización de nuestro naciente movimiento conservacionista y por la crisis del petróleo desatada en 1973. No es nada extraño que en España las grandes crisis económicas tengan siempre un notable y benéfico efecto desacelerador en el proceso de destrucción del medio natural, pues ello es sólo una prueba de la insostenibilidad de un modelo de desarrollo tan exclusivamente apoyado en el turismo de masas y en la construcción como es el nuestro, y ni siquiera como consuelo de tontos nos sirve aquí decir aquello de «no hay mal que por bien no venga». Ya es hora, pues, de enterrar para siempre ese malhadado lema de Fraga que sirvió para arrasar el litoral mediterráneo español y a punto estuvo de hacerlo también con nuestra sierra, un slogan político de los años sesenta desfasado y patriotero que hoy sigue gozando de plena vigencia si consideramos ‒por poner el más ilustrativo y mediático de los ejemplos‒ las grandes trabas legales que se han interpuesto en contra del cumplimiento de las sentencias que obligan a la demolición del enorme y controvertido hotel de El Algarrobico, construido ilegalmente en pleno Parque Natural del Cabo de Gata.
          No pretendo aquí dar lección alguna a los que saben de industria turística mucho más que yo, pero sí recordarles, pues sin duda no lo ignoran, que el futuro de la Sierra de Guadarrama como destino turístico de calidad sólo será viable promocionando en el mercado interior y exterior el consumo emocional ‒vamos a llamarlo así‒ de una imagen de nuestra sierra largamente construida por la historia, las artes, la ciencia, el pensamiento y los usos tradicionales, imagen que no podemos sacrificar en aras de la masificación, pues es lo que el turista culto e informado esperará encontrarse en un deseable futuro cuando llegue a estas montañas desde las más lejanas procedencias.




          Llevo ya pronunciadas algunas palabras y publicadas largas líneas acerca de la masificación del Guadarrama. En el Aurrulaque celebrado el 9 de julio de 2016 me correspondió redactar y leer públicamente el manifiesto «Sierra de Guadarrama: por un uso público amigable», en el que hice una larga y pormenorizada relación de las nuevas amenazas a las que están sometidos el parque nacional y los demás espacios protegidos de la sierra. Con razón alguien podría acusarme, acusarnos a todos los asistentes a aquel acto, de no predicar con el ejemplo al subir aquel día más de un centenar de personas hasta el mirador de Luis Rosales, en pleno Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, para pontificar y sentar doctrina sobre la masificación de la sierra. Ante ello sólo puedo excusarme con algo que escribí en los buenos tiempos de las concurridas marchas Allende Sierra a las que ya me he referido anteriormente. Entonces vencí mis escrúpulos y mi aversión a transitar en multitud por la sierra, según escribí en un artículo publicado en diciembre de 2004 en una separata incluida en el número 510 de la revista Peñalara, aclarando que en aquellas excursiones nos permitíamos turbar a nuestro paso la paz de algunos parajes de la sierra para reclamar, entre otras cosas, que siguieran manteniendo en el futuro el silencio y la soledad que les son propios. Lo mismo puedo decir ahora, esperando más que nunca que no sea un vano empeño.



La identidad del Guadarrama 
Y esa imagen tan largamente construida que está en juego no es otra, no puede ser otra, que la misma identidad histórica y cultural del Guadarrama, y pocos parques nacionales la tienen tan sólidamente enraizada en los valores del país al que representan. La sierra sirvió de frontera entra la cristiandad y el Islam, las dos grandes civilizaciones que se disputaron la supremacía alrededor del Mediterráneo durante siglos, y por sus puertos pasaron todos los ejércitos que invadieron la península a lo largo de la historia. Con las primeras exploraciones naturalistas ilustradas, iniciadas en la segunda mitad del siglo XVIII, aquí se engendró y se desarrolló el germen de la moderna conciencia ambiental en nuestro país. En el XIX surgieron nuevas corrientes artísticas e innovadoras ideas en el campo de la pedagogía. Sus paisajes se erigieron en símbolo del regeneracionismo durante la época de la Restauración, que tanta influencia tuvo en el lento pero al final imparable proceso de modernización de España. Sobre el Guadarrama escribieron algunas de las plumas más ilustres de la literatura universal, como Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Théophile Gautier, John Dos Passos, Ernest Hemingway y tantos otros. Mucho más humilde pero culturalmente tan importante es el patrimonio constituido por la memoria de la última generación genuinamente rural de los pueblos de la sierra, depositaria de un legado inapreciable de saberes ancestrales transmitidos de padres a hijos, como el conocimiento riguroso de la sierra y de su antigua toponimia, las técnicas de los viejos aprovechamientos practicados en estas tierras, que tanto influjo tuvieron en la formación del paisaje actual, y el rico repertorio de vocablos y expresiones tradicionales asociados con ellos.



          Como escribí en la introducción a mi libro Sierra de Guadarrama: viejos oficios para la memoria, los que hemos tenido el privilegio de tratar con los últimos representantes de la última generación genuinamente rural de los pueblos serranos somos los responsables de transmitir a las jóvenes generaciones este valioso patrimonio inmaterial, en especial a los nuevos emprendedores ‒neorurales o no‒ que quieren tomar el relevo dentro de esa corriente que en muchos países de Europa propugna el regreso al campo y a la práctica de la agricultura y la ganadería de proximidad. Y en contra de lo que piensan los escépticos esta filosofía de vida tiene futuro, porque quizá algún día el hombre pueda vivir sin bancos, sin multinacionales y sin bolsas de valores, pero seguramente nunca podrá prescindir del cultivo de los campos y del aprovechamiento del ganado, ambos adaptados a los nuevos y definitivos tiempos de sostenibilidad que se avecinan.


          Pese a pertenecer a la ya casi desaparecida casta de los antiguos veraneantes, un tanto menospreciada entre los auténticos serranos de origen, en los años setenta del siglo pasado entretuve mis largos veranos de juventud bajando ganado a caballo desde las cumbres de la Cuerda Larga, acompañando a los expertos vaqueros de una cooperativa de ganaderos que entonces existía en Miraflores de la Sierra. De aquellos días felices guardo recuerdos imborrables, como el de mi viejo amigo Ginés Soriano utilizando todo el repertorio de voces ancestrales para llamar a las vacas en los rasos del puerto de la Morcuera, o el de Joaquín Martín-Albo, el Calañés, cruzando al galope los llanos de la Matanza, al pie del Umbrión de la Najarra, y haciendo restallar su honda como un pistoletazo, a lo que las vacas respondían obedientes pues sabían que el siguiente aviso consistía en una certera pedrada en los lomos. Hoy esto último podría ser motivo de denuncia por maltrato animal, lo que es una muestra anecdótica pero muy real de los malos tiempos que corren para la ganadería extensiva. Siguiendo el precepto de «probar todas las cosas el apóstol lo manda», con el que comienza una de las más célebres serranillas del Libro de buen Amor inspirada por el encuentro de su autor, el Arcipreste de Hita, con la vaquera Chata Recia en lo alto del puerto de Lozoya, poco después, ya en los ochenta, cambié de tercio para dedicar los veranos durante unos cuantos años a vigilar el pinar de los Belgas desde la incomparable atalaya de la cima de Cabeza Mediana, y a otros cometidos propios de la guardería forestal en aquella época. Guardo también muy buenos recuerdos de esos años, y otros no tan buenos por ver arder los pinares del Paular en más de una ocasión. Igualmente conservo de aquel tiempo las buenas amistades de guardas, ingenieros, madereros y otras gentes del monte. Hoy muchos urbanitas de Madrid y no pocos visitantes foráneos que acuden a la sierra a través de las agencias de viajes y de las empresas que ofrecen actividades de «aventura» precocinada  
estarían dispuestos a pagar dinero por vivir estas  experiencias, o, empleando la expresión del Arcipreste, por «probar estas cosas»; y lo digo de esta forma tan poética y rebuscada porque me cuesta emplear el eufemismo «servicios ambientales» que tanto se utiliza ahora para referirse a los valiosos réditos que produce la relación íntima y cercana con nuestros espacios naturales.

          No pretendo exhibir aquí sentimientos de nostalgia por un mundo definitivamente perdido, pero sí hacer valer la idea, como defensor de la identidad cultural del Guadarrama, de que la recuperación de algunos antiguos oficios y la permanencia de los aprovechamientos tradicionales que todavía subsisten pueden tener en el futuro un papel destacado en el desarrollo de este espacio como destino turístico. Ello permitiría mantener la categoría y la dignidad de un territorio que ha perdido el carácter rural que siempre tuvo, condición que hoy es distintivo y sello de calidad en los espacios naturales protegidos de la Europa más civilizada y sin la cual sería todavía más frágil y estaría más expuesto las fuerzas que amenazan con convertirlo en un espacio anodino e insustancial, destinado exclusivamente a la oferta masiva de ocio para las multitudes que lo inundan cada fin de semana.
          Esta idea, apoyada en la necesidad de que el turismo proporcione algo más que dinero implicándose activamente en la conservación de los valores del territorio, la defendí ante la Comisión Especial del Senado encargada de estudiar medidas para evitar la despoblación de las zonas de montaña, en una de sus sesiones celebrada el 15 de diciembre de 2014 en la sala Clara Campoamor del palacio que alberga la Cámara Alta. Mi intervención se centró en el ámbito territorial de la vertiente segoviana de la sierra, cuya realidad socioeconómica y demográfica es muy distinta de la madrileña, aunque las propuestas que hice son perfectamente aplicables también en ésta última. Allí expuse una serie de posibles iniciativas para implantar en la comarca de la Vera de la Sierra un turismo sostenible y participativo basado en la recuperación de sus valores culturales, como puede ser la reconstrucción de los pequeños pueblos abandonados de la zona y los viejos muros de piedra que caracterizan los paisajes serranos del piedemonte, trabajos que podrían ser llevados a cabo por grupos de visitantes previamente formados en las técnicas de construcción tradicionales.


          También propuse la utilización de la Cañada Real Soriana Occidental y la red de cordeles ganaderos que ascienden a los puertos de la sierra para organizar recorridos turísticos asociados a la trashumancia o a la trasterminancia de ganado ovino. Algunas de sus señorías asistentes a la sesión ‒no diré de qué grupos políticos‒ apenas pudieron disimular una sonrisa burlona cuando expuse esta última idea. Y no había motivo para ello, pues el turismo asociado a la trashumancia de ganados tiene mucho éxito en Noruega, donde los pastores Sami se hacen acompañar por cientos de turistas procedentes de muchas partes del mundo en los desplazamientos de sus rebaños de renos a través de la tundra, lo que ha dado un gran impulso a su economía y garantías para la conservación de su secular modo de vida. Sin ir tan lejos, en tierras sorianas que vivieron épocas de esplendor con la trashumancia se están ensayando con éxito iniciativas parecidas, en las que los turistas comparten el camino, los trabajos, el calor del fuego y la caldereta con los pastores, pasando al sereno la noche con ellos o, si así lo prefieren, alojándose en albergues y casas rurales con un poderoso efecto «dinamizador» en la economía de la comarca. Y recomiendo esta inolvidable experiencia con conocimiento de causa, pues llevo ya muchos años acompañando a mi amigo el gran naturalista y defensor de las vías pecuarias Jesús (Suso) Garzón al frente de los rebaños que cada otoño cruzan el Guadarrama camino de Madrid con motivo de la Fiesta de la Trashumancia.
          Estas formas de turismo participativo y sostenible se pueden extender a la actividad productiva rural, como la práctica de la apicultura y la fabricación artesanal de quesos, entre otras, y pueden sustituir ventajosamente a aquellas que no deberían tener cabida en la zona de influencia del parque nacional por no ser acordes con esa imagen identitaria del Guadarrama que tanto estoy defendiendo en estas líneas. Y de éstas últimas pongo unos pocos ejemplos: el paintball, esa diversión a mi juicio nada inocente y totalmente fuera de lugar en este entorno que consiste en dispararse con fusiles de asalto bolas de pintura en ambientaciones bélicas, y algunas actividades deportivas motorizadas que se practican en el medio natural, como son los rallys automovilísticos, el motocross y los recorridos turísticos en esa especie de tanquetas de cuatro ruedas denominadas quads, que tanto arraigo siguen teniendo en algunos pueblos de la sierra.



Patrimonio cultural y turismo sostenible: los cielos nocturnos
Recientemente tuve la oportunidad de insistir sobre estas mismas cuestiones en el Curso de Verano de la UNED «Paisaje y patrimonio en las montañas ibéricas. Retos de futuro», celebrado del 12 al 14 de julio de 2017 en la hermosa localidad serrana de El Barco de Ávila. En mi ponencia, titulada «El futuro de las sierras del Sistema Central: Guadarrama como referencia», insistí en la necesidad de desarrollar el turismo cultural apoyado en el importante patrimonio material e inmaterial de nuestras montañas. Entre otras actividades con futuro destaqué el turismo astronómico, cada vez más extendido por la gran difusión mediática que se está dando desde hace tiempo a la noche de las Perseidas, actividad con gran riesgo de masificación en aquellos lugares publicitados como idóneos para la contemplación del cielo nocturno. Algunos puertos de la sierra, en especial los de la Morcuera y de San Juan de Malagón, e incluso la misma cumbre de Peñalara, saben mucho de estas grandes concentraciones ocasionales de personas deseosas de ver las «lágrimas de San Lorenzo» en las noches de mediados de agosto. Siempre que se controle la afluencia de visitantes a estos lugares, la contemplación del firmamento estrellado puede llegar a ser una de las experiencias más intensas, gratificantes y con más contenido cultural entre todas las que se pueden vivir en la Sierra de Guadarrama, a pesar del del enorme halo de contaminación lumínica procedente de la ciudad de Madrid y su área metropolitana. Para descargar de esta presión a las cimas y los puertos ya masificados y hacer más accesible el turismo de observación de las estrellas es necesario habilitar espacios para la contemplación de la noche cerca de los núcleos de población, allí donde la calidad del cielo nocturno lo permita, bien sea en espacios abiertos situados en las afueras o creando «paseos de cielo oscuro» en caminos y viales sin iluminación o previamente dotados de sistemas de alumbrado «inteligente». Una de las iniciativas más exitosas de este tipo se ha llevado a cabo en la localidad austríaca de Grossmugl, a 35 kilómetros al norte de Viena, donde en mayo de 2014, a través del Proyecto Nightflight, se habilitó un paseo de más de un kilómetro de longitud en las inmediaciones del casco urbano para hacer recorridos turísticos guiados o autointerpretados de observación del cielo nocturno, un proyecto que ha merecido la atención de los medios de comunicación especializados, como Ski&Telescope, una de las más prestigiosas revistas internacionales de astronomía amateur.


          Recuperar los cielos nocturnos del Guadarrama es un reto ineludible para el futuro, porque los habitantes de la sierra, los visitantes habituales y los turistas foráneos no pueden, no podemos, no queremos renunciar a la posibilidad de gozar de la contemplación de los planetas, las estrellas y la constelación de la Vía Láctea en un firmamento oscuro trasgado por el paso fugaz de los cometas o velado por la luz de la luna llena, al tiempo que escuchamos en directo esos sonidos que hoy día, como la mejor de las músicas, se graban y se cuelgan en la red para que los habitantes de las ciudades sepan que existe la noche, impagable labor a la que se dedica desde hace muchos años otro buen amigo, Carlos de Hita, el más afamado recolector de los sonidos de la Naturaleza ibérica.
          En una entrada que dediqué en mi bitácora a este asunto el 2 de mayo de 2016 con motivo de la organización de las I Jornadas sobre Contaminación Lumínica en el Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama celebradas en Miraflores de la Sierra, insistía sobre el antiguo arraigo que tienen en nuestra sierra la idealización de la oscuridad de la noche y la contemplación del firmamento, pues sus cielos nocturnos tuvieron fama por su esplendor ya en la mitad del siglo XX, cuando todavía no estaban enturbiados por las cegadoras luces de la ciudad de Madrid y eran cantados por las plumas más destacadas de la generación del 27. Como ya dije en la misma, es conocida la afición que tuvo el poeta y Premio Nobel de Literatura Vicente Aleixandre a contemplar el cielo nocturno tumbado bajo las estrellas en la Fuente del Cura, un popular y hoy concurrido paraje cercano a Miraflores de la Sierra, localidad donde pasó los veranos desde 1925. En una carta fechada el 11 de agosto de 1940 ‒la mejor fecha para contemplar las Perseidas‒ el escritor confesaba a su amigo y también poeta Gerardo Diego la deuda que tenía su poesía con el paisaje y los sobrecogedores cielos estrellados que podía contemplar desde este lugar:

«A este tremendo paisaje le soy muy deudor. Anchura, profundidad capacidad de ensueño: todo esto está ofreciendo esta dilatadísima tierra al poeta que en pie la mira o que sobre ella se tiende. Y yo sé cuánto hay en mi poesía de este altísimo cielo desnudo, de estas noches tremendas en las que toda la inmensa bóveda velaba sobre mi cabeza...»

        En unos versos de su poema Testamento, Luis Rosales mostraba su devoción por los cielos estrellados del Guadarrama que podía contemplar durante las noches de verano en Cercedilla, versos que están grabados en una roca en el mirador que lleva su nombre, escenario habitual de los Aurrulaques:

                                                Las noches de Cercedilla
                                                 las llevo en mis soledad
                                                    y son la última linde
                                                  que yo quisiera mirar.
                                                 Quisiera morir un día
                                                    mirando este cielo
                                            y dar mi cuerpo a esta tierra
                                            que me ha dado la libertad...

          Como señalé en la mencionada entrada a mi bitácora, para dar un definitivo impulso a esta cultura de admiración y defensa del cielo nocturno hace falta dotar de nuevos contenidos a nuestra trastocada relación con la oscuridad de la noche. El ocio en España es en gran parte noctámbulo gracias al clima «benigno» de la península Ibérica ‒el entrecomillado es mío‒, lo cual representa un valor añadido para el turismo, pero también un obstáculo para su desarrollo sostenible por la dependencia que hoy tiene del exceso de ruido y de iluminación nocturna, impactos que sobrepasan el ámbito urbano y se extienden cada vez más al medio natural. Ahora se han puesto de moda los llamados «conciertos en la naturaleza», que reúnen a miles de personas con el poderoso reclamo turístico que supone poder escuchar la mejor música interpretada en vivo y en escenarios naturales o monumentales únicos. La idea es buena en sí misma y ya comienza a tener alguna implantación en la Sierra de Guadarrama, pero puede abrir la puerta a todo tipo de excesos. Y tenemos un ejemplo cercano: en el concierto «Músicos en la Naturaleza», celebrado todos los años en la hermosa pradera que se abre entre pinares bajo las cumbres del Almanzor y la Galana, cerca de la localidad abulense de Hoyos del Espino, se llegan a concentrar más de 10.000 personas y se emiten al cielo nocturno del Parque Regional de la Sierra de Gredos más de 140.000 watios de luz y 90.000 de sonido. Los responsables de la Fundación Patrimonio Natural de Castilla y León, entidad organizadora de este evento multitudinario que no cuenta con ningún estudio previo de impacto ambiental, hacen suyo el viejo lema de Fraga «todo por el turismo», sin pararse a pensar que en las noches de nuestras sierras centrales no hay espectáculo de luz y sonido comparable al que forman en mitad de la oscuridad las diminutas luces tenues y verdosas de las luciérnagas con el canto aflautado y misterioso del autillo.



Turismo sí, pero...
El turismo masivo y descontrolado es una realidad implacable de cara al futuro, aunque no sabemos por cuanto tiempo ya que nuestro sistema económico y nuestro entero modo de vida van a ser sacudidos mucho más rápidamente de lo que pensamos por el cataclismo climático que se avecina. Al ritmo con el que se calienta el planeta cabe preguntarse cuántos turistas vendrán dentro de cincuenta años a un país sin apenas recursos hídricos, con una parte importante de su territorio desertificado por las sequías y los incendios forestales y con temperaturas insoportables en temporada alta. Pero de momento, hasta que llegue lo inevitable, nuestras ciudades y nuestros espacios naturales van a seguir soportando una desaforada presión turística y frente a ello es absurdo plantear la cuestión como una simple disyuntiva entre un o un no al turismo, porque hoy es muy fácil, barato y placentero ser turista y lo que en el siglo XVIII se conoció como el «grand tour» y en el XIX «viajes de recreo», entonces sólo al alcance de unos pocos privilegiados, es ahora un derecho casi universal y una vía de escape para el agobiado ciudadano global del siglo XXI. Por ello serán dentro de poco dos mil millones de turistas los que viajarán por el mundo cada año, impulsados por las crecientes facilidades del transporte aéreo y el avance de las comunicaciones en la era digital.
          En el caso de la Sierra de Guadarrama que nos ocupa, la cuestión es cómo aliviarla de esta insoportable presión turística y recreativa que pone en riesgo la conservación del medio natural y degrada un servicio de uso y disfrute público que supuestamente aspira a lograr un sello de calidad acorde con la deseable imagen de excelencia ‒como se dice ahora‒ de los distintos espacios protegidos que hay en ella, ya se llamen parque nacional, parque regional, zona de especial protección para las aves o reserva de la biosfera. Si no se logra este objetivo nos veremos abocados a una situación de muy difícil retorno por la degradación del paisaje, la pérdida de biodiversidad, la merma de calidad en la experiencia que busca el visitante, y el consiguiente deterioro de la imagen y el prestigio de nuestra sierra como destino turístico.


          En mi ya larga trayectoria como cronista y observador imparcial de la realidad ambiental de la Sierra de Guadarrama, he tenido la oportunidad de asistir al proceso de masificación de este espacio natural desde comienzos de los años setenta del siglo pasado. Son casi cincuenta años, lo que no es poco para juzgar con perspectiva. En aquella época cientos de vehículos ya casi colapsaban los puertos de Navacerrada, Cotos, la Morcuera y Canencia durante los sábados y domingos de buen tiempo y mucha nieve; pero a diferencia de lo que hoy ocurre el resto de la sierra quedaba en gran parte casi solitaria, transitada únicamente por excursionistas sin pretensiones y montañeros a la vieja usanza, que aunque entonces nos parecían muchos hoy se quedarían en nada frente a los miles y miles de practicantes de las más modernas y variopintas actividades lúdico-deportivas que proliferan en la sierra con una capacidad de penetración en el medio natural multiplicada por cien. A mediados de los años setenta éramos muchos los que teníamos que subir a los pueblos de la sierra en autobús, a los puertos caminando y desde allí a las cumbres. Hoy la inmensa mayoría de usuarios de la sierra tienen coche, y aunque ésta se cubriera de asfalto hasta sus más altas cimas no habría espacio suficiente para satisfacer la demanda de aparcamiento durante algunos fines de semana invernales con abundancia de nieve.
          Ante la actual situación de colapso de los puertos por la enorme afluencia de automóviles, pelotones de ciclistas y grupos de moteros no hay otra solución que elaborar un ambicioso plan de movilidad que ponga orden en el caos circulatorio que se produce todos los sábados y días festivos, estableciendo un sistema de transporte público para acceder con autobuses lanzadera a los lugares más concurridos. Ello daría continuidad a la importante función desempeñada históricamente por el viejo ferrocarril del Guadarrama como medio de transporte colectivo y sostenible en estas montañas, que tras la inauguración de la línea en 1923 vieron nacer en España el turismo de masas como fenómeno social de nuestro tiempo.
        Que nadie piense que estas reflexiones reclaman la prohibición de unas actividades deportivas que, convenientemente reguladas, tienen casi todas ellas un lugar dentro del uso público de la sierra. Pero lo que sí quieren es reafirmar la idea tantas veces expuesta por su autor de que la conservación del medio natural, el derecho de los visitantes a una experiencia de calidad y la necesidad de un escenario para la educación ambiental de las futuras generaciones deben ser los objetivos prioritarios en los espacios protegidos del Guadarrama. En una montaña tan accesible y masificada como la nuestra hay que aplicar el principio general de que las zonas todavía poco frecuentadas deben seguir siéndolo, y considerar su poca accesibilidad e incluso ‒por qué no‒ el desconocimiento que de ellas se tiene como un valor en sí mismo. No se puede ocultar aquí que el derecho a la información a menudo entra en conflicto con la conservación responsable, como bien ilustra el caso del gran tejo del arroyo Valhondillo, un monumento viviente casi dos veces milenario que ha pasado de ser prácticamente desconocido a tener que ser protegido con un muro de piedra para evitar el pisoteo de los miles de visitantes que suben a contemplarlo cada año desde que empezó a acaparar la atención de los medios de comunicación y las guías de senderismo, que lo publicitan como el árbol más viejo de la península Ibérica.


          Y al respecto no me resisto a mostrar en estas líneas mi personalísima e intrasferible convicción de que en la montaña, sobre todo en una tan accesible y transitada como la Sierra de Guadarrama, hay que buscar el camino por los propios medios dando vía libre a la imaginación y a un verdadero entendimiento de la aventura. Sólo así se puede llegar a ese lugar recóndito y maravilloso que no aparece en las guías, sintiéndose uno mismo como su verdadero descubridor tras muchas horas de «probar la sierra» al más puro estilo del senderismo medieval y aventurero del Arcipreste de Hita, reflejado en la primera estrofa de su serranilla antes esbozada y que aquí completamos:

                                     Provar todas las cosas el Apóstol lo manda:
                                    fui yo a provar la sierra e fiz loca demanda;
                                      luego perdí la mula, non fallava vianda:
                                      quien más de trigo busca, sin seso anda...

          Silencio y soledad son también marca de calidad y sólo regulando el acceso de visitantes según los estudios de capacidad de acogida, o incluso imponiendo un precio de entrada a modo de ecotasa ‒una medida casi tabú en España, pero habitual en otros países‒, podremos seguir conservando la oscuridad de la noche y los parajes que todavía se mantienen solitarios para los que son sus más legítimos y acreditados propietarios, como el búho real, el chotacabras, el gato montés o el mismísimo lobo ibérico, que tras su larga ausencia de medio siglo vuelve a merodear tímidamente entre los espesos piornales de la sierra al cada vez más amenazado amparo de las tinieblas.
          La gestión de la Sierra de Guadarrama como espacio natural protegido es un desafío sin precedentes en la historia de la conservación en España. Por ello, como final de estas líneas, sólo me queda pedir valentía y desear suerte a los responsables de tomar desisiones, lo que también seguiremos haciendo desde los Aurrulaques para que lo natural y lo cultural, la sostenibilidad y la excelencia sigan siendo los pilares sobre los que aquella se apoye de cara al incierto futuro que nos aguarda, sin menoscabo del ocio y el disfrute de sus admirados visitantes.
 ____________
[1] Blázquez, Álvaro. Allende Sierra, 2014 (no publicado)

5 comentarios:

Paco Villen dijo...

Muchas y renovadas gracias, Julio, por tu labor, incansable por necesaria. Asimismo por el estilo, no menos indispensable en la labor divulgadora.
En esto, y en cuanto consideres útil como vecino serrano y, así, beneficiario de nuestra sierra, me encantará seguir colaborando. Abrazos

Nacho Morando dijo...

Muchas gracias por este artículo tan necesario, Julio.
Es urgente que las administraciones públicas reconsideren qué forma de turismo están promoviendo en la Sierra de Guadarrama; una forma de turismo insostenible, que lleva a la masificación, que pone en riesgo la conservación del patrimonio natural y cultural ligado a nuestros Espacios Naturales, y que está generando cada vez más malestar en las comunidades anfitrionas, que lo sufren.
Me pareceMe alegro de que te haya gustado.
Sí, había leído el artículo de Julio Vías, como otros suyos, alertando de los problemas generados por la masificación.
Esto se está yendo de las manos (en realidad creo que lleva ya mucho tiempo yéndose), y si no hay una corrección urgente, las consecuencias podrían ser tremendas.
Me parece tristísimo y muy significativo, por ejemplo, que ahora todos los ayuntamientos del PRCAM quieran que se amplíe la Reserva de la Biosfera. Porque lo hacen, y lo dicen abiertamente, no para que su patrimonio natural esté más protegido, sino para tener una especie de sello de calidad bajo el que venderlo.

Inaki dijo...

Celebro la publicacion de este libro, que leere a la primera oportunidad que tenga. Dicho esto, he de senalar que llevan ustedes 30 anos empleando e interpretando el toponimo de manera equivocada, lo mismo se puede decir de la cronologia. Tengo referencias a la dehesa y pinar de arrulaque (y ocasionalmente (h)arralaque) desde 1480.
Cordialmente

José Antonio Martínez Climent dijo...


Aunque sin ánimo de volver a detalles viejos, que ya da uno por amortizados, no dejo de recordar que allá a principios de la década de los años 90 fue cuando se produjo la nacionalización del campo de esta parte de Levante que lleva el gris nombre administrativo de Comunidad de Valencia. Mire usted que hay topónimos para elegir. Digo "nacionalización" a conciencia, porque la tierra culta, la inculta, los barbechos, pedreras, ramblones, arroyos, boscajes, pedreras, villorios, vaguadas, barrancos, secarrales, playadas, bichos y plantas pasaron a adquirir un nuevo y entonces llamativo ropaje, el de una legislación emanada del Estado (vía los gobiernos de las repúblicas que llaman autonomías) de tal alcance que conforme se fue desarrollando pasó a cubrirlo todo: desde la restauración del muro de carga del vencido humilladero al modo de observar un ave voladora. El título de propiedad de la tierra pasó entonces a mero justificante del pago de los impuestos sobre esa tierra, su explotación o su abandono, y poco más, puesto que todo aspecto de su uso o desuso habían pasado a ser propiedad superior del Estado, en régimen de monopolio. De propietarios, a usufructuarios.

Recuerda uno las reuniones mantenidas, interminables, pesadas y saturadas de humo de cigarro, entre aquella especie neonata (el técnico ambiental) y no el paisano labriego, pues de esos apenas había, sino los pueblerinos que aún quedaban mustiándose en sus pueblos. No vale la pena ahondar aquí, ni sitio hay; baste con decir que a la pregunta de si tenía que ser la subvención y la intervención absoluta del Estado la que revitalizase la tierra o si, por contra, debía el Estado limitarse a favorecer la economía rural y a supervisar el buen quehacer, fueron los paisanos quienes, poco inclinados al duro trabajo rural, se decantaron por mamar de la enorme teta de Leviatán. En cristiano: cuatro querían cultivar o pastorear, diez mil querían traer turismo al campo.

Ahora, pasados tantos años, abandonada a su suerte la profesión (porque el cariz de las cosas de la biología se volvía cada vez menos agradable para uno), escuchar a esos mismos paisanos y a sus hijos, subvencionados desde sus cunas rurales hasta hoy, fingir un llanto lastimero porque dicen que no sé qué globalizaciones, no se qué minusculizaciones, no sé qué capitalismos, no sé qué abandonos del Estado, no sé qué individualismos ha causado que sus tierras y sus pueblos los invadan hordas de turistas, es decir, de gente aburguesada y alma de paga extra, produce no poca de esa viscosa sustancia que llaman vegüenza ajena. Por acabar, baste decir que ve uno con alivio el haberse ido de todo aquello. Al menos así protegemos el recuerdo de la propia familia (cultivadores de hortalizas y verduras y pastores incultos de cabras y de guirras) del asalto de esta horda llorosa de crudos imitadores del paisano, que incapaces de aceptar la responsabilidad de sus actos acusan al universo en pleno de haber convertido a todos los pueblos de España en sucursales de Benidorm.

No como suele contarse fue como uno lo vió, y por eso, contando con la venia, aquí lo deja, aprovechando la cosa para saludarle cordialmente y quedar a su disposición.

José Antonio Martínez Climent.
en Alicante.

Inaki dijo...

Hola Julio, puedes leer mi reciente articulo sobre los origenes remotos de la dehesa y pinar de Arrulaque y las primeras ordenanzas de conservacion de 1534 y siguientes en 1557.

Se trata de material inedito que se publica por la primera vez. Por tratarse de una publicacion de divulgacion he dejado "mas madera" en el tintero para una publicacion mas extensa en la que estoy trabajando.

https://www.academia.edu/39112940/El_Oro_Verde._La_dehesa_y_pinar_de_Arrulaque_siglos_XV-XVII_

Saludos