Se cumple hoy el segundo aniversario de la muerte de un buen amigo, al que conocí hace ya catorce años en unas circunstancias que recuerdo con especial emoción y que por su interés humano paso a detallar seguidamente como necesario preámbulo a esta entrada. En la mañana del 5 de mayo de 2003, durante una de mis excursiones fotográficas en la que paseaba por las inmediaciones del paraje conocido como Los Linares, cerca de Alameda del Valle, tras uno de los viejos muros de piedra que bordean el antiguo camino que comunica esta pequeña localidad serrana con la vecina de Pinilla del Valle contemplé una escena fascinante: dos paisanos labrando un campo de patatas con una yunta de vacas y un arado romano. Siendo niño, a mediados de la década de los sesenta, tuve ocasión de contemplar alguna vez en el valle de Bustarviejo ese mismo cuadro virgiliano de la labranza ancestral de campos y huertos, pero en pleno siglo XXI aquello resultaba maravillosamente anacrónico y seguramente irrepetible. Sin pensarlo dos veces, salté la tapia de piedra y me acerqué a ellos: ‒Buenos días, y perdonen que les interrumpa ‒les saludé‒, ¿sería posible hacerles unas fotos mientras trabajan? El paisano que manejaba el arado detuvo la faena, y mirándome con aire socarrón me respondió: ‒Hágalas usted sin apuro, que nosotros cuando vamos a Madrid también les hacemos fotos... Aquel hombre era Luis Blázquez, y a su contestación aguda e insuperable respondí, como disculpándome, que el motivo de mi interés por ellos y por su trabajo no era otro que el de ilustrar un libro que estaba escribiendo, tras lo cual pude hacerles algunas fotografías, unas en plena labor y otras posando serios y circunspectos ante la cámara, todas con el fondo magnífico del macizo de Peñalara, Hoyo Cerrado y el puerto del Reventón cubiertos de grandes neveros. A aquel atrevimiento de saltar la tapia de Los Linares le debo hoy no sólo unas preciosas diapositivas de gran valor documental y sentimental, sino también una buena amistad convertida ya en grato recuerdo.
Hace tres años, a mediados de junio de 2014, acudí a Alameda del Valle con el fotógrafo Javier Sánchez para entrevistar y fotografiar a Luis con motivo de la preparación de dos libros para los que andábamos reuniendo material: Sierra de Guadarrama: viejos oficios para la memoria y El Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama: cumbres, paisaje y gente. Nos acompañaba Ginés Soriano, vecino de Miraflores de la Sierra, antiguo vaquero y también protagonista de sendos capítulos de estos libros y de otra entrada en esta misma bitácora. Luis y Ginés se conocieron y tuvieron trato a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, mientras uno plantaba pinos en las repoblaciones forestales de las laderas del Purgatorio y el cerro Merino y el otro cuidaba de sus vacas en las alturas del puerto de la Morcuera. Desde entonces no habían vuelto a verse y fue todo un privilegio, con el pretexto de la preparación de estos dos libros, propiciar y presenciar el reencuentro entre dos amigos que habían permanecido separados durante más de medio siglo. La distancia que hay entre sus pueblos apenas llega a los treinta kilómetros, pero entre ellos se alza un puerto de montaña que desde siempre, y hasta como quien dice ayer mismo, supuso un obstáculo considerable para las comunicaciones entre la comarca del Real de Manzanares y el valle de Lozoya. Todavía la sierra separaba más que unía las vidas de sus habitantes.
Respetando la trascendencia del momento, Javier y yo les dejamos tiempo para hablar con tranquilidad, posponiendo para el final de la mañana la entrevista a nuestro personaje. Mientras se contaban sus vidas nos encaminamos al pajar de Luis, uno de los escasos ejemplos de este tipo de construcción tradicional que van quedando en los pueblos de la sierra de Guadarrama, con sus grandes techumbres sustentadas sobre vigas de pino y sus anchos portones de doble hoja, que servían de cuadra y de almacén para guardar la yunta, el carro, el heno de la siega de los prados y los aperos de labranza. Allí conservaba lo que íbamos buscando para ilustrar nuestra entrevista: su yugo y su arado romano, los últimos en ser utilizados para las labores del campo en el valle de Lozoya.
Terminado el reportaje fotográfico, ya tomando unos chatos en la taberna El Colorao, Luis Blázquez nos habló de su vida. Nacido en Alameda del Valle en 1930, durante los últimos años de la guerra civil tuvo que arrimar el hombro junto a sus cinco hermanos ayudando a su padre en las labores de la labranza, la siega y la trilla de las mieses y en la siembra de patatas y judías en estas tierras fértiles y profundas denominadas barriales en los pueblos del valle. Aquellos eran tiempos de hambre y miseria en el cercano Madrid sitiado por las tropas de Franco, aunque aquí, en la sierra, hubo más medios para salir adelante gracias a esa agricultura y ganadería de subsistencia sobre las que se ha fundado el mundo rural a lo largo de la historia. Ello me lleva a pensar en ese bien común hoy tan amenazado y tan necesario para el futuro que son las tierras cultivables, esas que la normativa urbanística incluye, junto a los pastizales, en el grupo de suelos hermosamente denominados como «suelo rústico», y que mi amigo Claudio Sartorius, ecologista y jurista experto en urbanismo, conoce como nadie y defiende tenazmente en la vertiente segoviana de la sierra, realizando una labor admirable que muy pocos conocen. Y es que no podemos seguir permitiendo la pérdida de muchas de las mejores tierras de pasto y de labor del piedemonte y los valles del Guadarrama, que en las últimas décadas han sido engullidas por un caótico desarrollo urbano avalado por leyes del Suelo ultraliberales y favorecido demasiado a menudo por intereses corruptos.
A mediados de la década de los cincuenta, Luis trabajó durante dos años en las repoblaciones forestales de las laderas del puerto de la Morcuera. De aquella época de su vida recordaba la dureza de las jornadas bajo una lluvia persistente que calaba hasta los huesos o bajo un sol de justicia que quemaba la piel, abriendo con azadas miles de hoyos en los que se trasplantaban los pequeños plantones de pino que hoy, ya crecidos y añosos, forman los extensos pinares que cubren las vertientes del puerto hacia el valle de Lozoya. A excepción de este breve paréntesis trabajando en el monte, las labores agrícolas y ganaderas siempre fueron su principal ocupación, de lo que daba fe su rostro curtido por ochenta años de intemperies. Luis Blázquez conocía como nadie los secretos de arar, barbechar, escardar y estercolar la tierra, un arte intemporal cuyos fundamentos teóricos ya estableció en el siglo I de nuestra era el escritor hispanorromano Columela en su tratado agronómico De re rústica. Al igual que este ilustre tratadista de la antigüedad, destacaba la necesidad de adiestrar bien al ganado vacuno en las faenas de labranza, recordándonos el refrán castellano que sentencia que «el buey hecho hace barbecho con surco derecho». Nos explicaba que para trazar con el arado los surcos largos y rectilíneos el labrador debe tomar como referencia un punto en la distancia, ya sea un árbol o una roca, dirigiendo hacia allí a la vez su mirada y la marcha de la yunta. Luis Blázquez labró la tierra de este modo ancestral hasta que vendió sus dos vacas en el año 2007, aunque conservó sus aperos de labranza guardados en el pajar. Afortunadamente, pues como ya se ha dicho son el último arado romano y el último yugo con los que se labraron las tierras del valle de Lozoya con fines productivos tras más de mil años de agricultura, objetos dignos de figurar en un futuro museo etnográfico dedicado a la sierra de Guadarrama.
Luis Blázquez, una de las personas con más dignidad que he conocido, murió exactamente un año después de nuestra última entrevista, el 16 de junio de 2015, apenas ocho días después de presentarse en la Feria del Libro de Madrid El Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama: cumbres, paisaje y gente, un libro en el que le dediqué parte de un capítulo y que sólo pude entregar a su hija Marisa en un encuentro inolvidable en su casa de Alameda del Valle. Luis murió como había vivido, entregado en cuerpo y alma a las tierras labrantías y los prados de siega del valle de Lozoya que le vieron nacer, formando parte de un mundo rural que desaparece con él. Aquel día, tras guardar su caballo en la cuadra, se sintió mal repentinamente y su vida se apagó momentos después casi sin sufrimiento. Poco días antes de su muerte me había transmitido su ilusión por la aparición del libro y la impaciencia que sentía por tenerlo entre sus manos. Al final no pudo ver cumplido su deseo de leer aquellas líneas que escribí sobre él, y por ello ahora le dedico estas otras para honrar su memoria.
Descansa en paz, amigo Luis, y, como decían los latinos, sit tibi terra levis, esa tierra profunda, mullida y acogedora de surcos y barbechos que tanto trabajaste.
Hace tres años, a mediados de junio de 2014, acudí a Alameda del Valle con el fotógrafo Javier Sánchez para entrevistar y fotografiar a Luis con motivo de la preparación de dos libros para los que andábamos reuniendo material: Sierra de Guadarrama: viejos oficios para la memoria y El Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama: cumbres, paisaje y gente. Nos acompañaba Ginés Soriano, vecino de Miraflores de la Sierra, antiguo vaquero y también protagonista de sendos capítulos de estos libros y de otra entrada en esta misma bitácora. Luis y Ginés se conocieron y tuvieron trato a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, mientras uno plantaba pinos en las repoblaciones forestales de las laderas del Purgatorio y el cerro Merino y el otro cuidaba de sus vacas en las alturas del puerto de la Morcuera. Desde entonces no habían vuelto a verse y fue todo un privilegio, con el pretexto de la preparación de estos dos libros, propiciar y presenciar el reencuentro entre dos amigos que habían permanecido separados durante más de medio siglo. La distancia que hay entre sus pueblos apenas llega a los treinta kilómetros, pero entre ellos se alza un puerto de montaña que desde siempre, y hasta como quien dice ayer mismo, supuso un obstáculo considerable para las comunicaciones entre la comarca del Real de Manzanares y el valle de Lozoya. Todavía la sierra separaba más que unía las vidas de sus habitantes.
Luis Blázquez y Ginés Soriano paseando por las calles de Alameda del Valle, tras su reencuentro en mayo de 2014 |
Respetando la trascendencia del momento, Javier y yo les dejamos tiempo para hablar con tranquilidad, posponiendo para el final de la mañana la entrevista a nuestro personaje. Mientras se contaban sus vidas nos encaminamos al pajar de Luis, uno de los escasos ejemplos de este tipo de construcción tradicional que van quedando en los pueblos de la sierra de Guadarrama, con sus grandes techumbres sustentadas sobre vigas de pino y sus anchos portones de doble hoja, que servían de cuadra y de almacén para guardar la yunta, el carro, el heno de la siega de los prados y los aperos de labranza. Allí conservaba lo que íbamos buscando para ilustrar nuestra entrevista: su yugo y su arado romano, los últimos en ser utilizados para las labores del campo en el valle de Lozoya.
Terminado el reportaje fotográfico, ya tomando unos chatos en la taberna El Colorao, Luis Blázquez nos habló de su vida. Nacido en Alameda del Valle en 1930, durante los últimos años de la guerra civil tuvo que arrimar el hombro junto a sus cinco hermanos ayudando a su padre en las labores de la labranza, la siega y la trilla de las mieses y en la siembra de patatas y judías en estas tierras fértiles y profundas denominadas barriales en los pueblos del valle. Aquellos eran tiempos de hambre y miseria en el cercano Madrid sitiado por las tropas de Franco, aunque aquí, en la sierra, hubo más medios para salir adelante gracias a esa agricultura y ganadería de subsistencia sobre las que se ha fundado el mundo rural a lo largo de la historia. Ello me lleva a pensar en ese bien común hoy tan amenazado y tan necesario para el futuro que son las tierras cultivables, esas que la normativa urbanística incluye, junto a los pastizales, en el grupo de suelos hermosamente denominados como «suelo rústico», y que mi amigo Claudio Sartorius, ecologista y jurista experto en urbanismo, conoce como nadie y defiende tenazmente en la vertiente segoviana de la sierra, realizando una labor admirable que muy pocos conocen. Y es que no podemos seguir permitiendo la pérdida de muchas de las mejores tierras de pasto y de labor del piedemonte y los valles del Guadarrama, que en las últimas décadas han sido engullidas por un caótico desarrollo urbano avalado por leyes del Suelo ultraliberales y favorecido demasiado a menudo por intereses corruptos.
Faenas de la trilla en Alameda del Valle, hacia 1945 (archivo de Juan Miguel Sánchez Vigil) |
A mediados de la década de los cincuenta, Luis trabajó durante dos años en las repoblaciones forestales de las laderas del puerto de la Morcuera. De aquella época de su vida recordaba la dureza de las jornadas bajo una lluvia persistente que calaba hasta los huesos o bajo un sol de justicia que quemaba la piel, abriendo con azadas miles de hoyos en los que se trasplantaban los pequeños plantones de pino que hoy, ya crecidos y añosos, forman los extensos pinares que cubren las vertientes del puerto hacia el valle de Lozoya. A excepción de este breve paréntesis trabajando en el monte, las labores agrícolas y ganaderas siempre fueron su principal ocupación, de lo que daba fe su rostro curtido por ochenta años de intemperies. Luis Blázquez conocía como nadie los secretos de arar, barbechar, escardar y estercolar la tierra, un arte intemporal cuyos fundamentos teóricos ya estableció en el siglo I de nuestra era el escritor hispanorromano Columela en su tratado agronómico De re rústica. Al igual que este ilustre tratadista de la antigüedad, destacaba la necesidad de adiestrar bien al ganado vacuno en las faenas de labranza, recordándonos el refrán castellano que sentencia que «el buey hecho hace barbecho con surco derecho». Nos explicaba que para trazar con el arado los surcos largos y rectilíneos el labrador debe tomar como referencia un punto en la distancia, ya sea un árbol o una roca, dirigiendo hacia allí a la vez su mirada y la marcha de la yunta. Luis Blázquez labró la tierra de este modo ancestral hasta que vendió sus dos vacas en el año 2007, aunque conservó sus aperos de labranza guardados en el pajar. Afortunadamente, pues como ya se ha dicho son el último arado romano y el último yugo con los que se labraron las tierras del valle de Lozoya con fines productivos tras más de mil años de agricultura, objetos dignos de figurar en un futuro museo etnográfico dedicado a la sierra de Guadarrama.
Luis Blázquez, una de las personas con más dignidad que he conocido, murió exactamente un año después de nuestra última entrevista, el 16 de junio de 2015, apenas ocho días después de presentarse en la Feria del Libro de Madrid El Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama: cumbres, paisaje y gente, un libro en el que le dediqué parte de un capítulo y que sólo pude entregar a su hija Marisa en un encuentro inolvidable en su casa de Alameda del Valle. Luis murió como había vivido, entregado en cuerpo y alma a las tierras labrantías y los prados de siega del valle de Lozoya que le vieron nacer, formando parte de un mundo rural que desaparece con él. Aquel día, tras guardar su caballo en la cuadra, se sintió mal repentinamente y su vida se apagó momentos después casi sin sufrimiento. Poco días antes de su muerte me había transmitido su ilusión por la aparición del libro y la impaciencia que sentía por tenerlo entre sus manos. Al final no pudo ver cumplido su deseo de leer aquellas líneas que escribí sobre él, y por ello ahora le dedico estas otras para honrar su memoria.
Descansa en paz, amigo Luis, y, como decían los latinos, sit tibi terra levis, esa tierra profunda, mullida y acogedora de surcos y barbechos que tanto trabajaste.
5 comentarios:
Gracias, Julio, por este hermoso recuerdo de un amigo ejemplar.
Un abrazo de Santiago Tamarón
Hola Julio, me ha encantado la historia que has escrito de este señor de Alameda del Valle,enhorabuena, muy emotivo de verdad.
Fue un placer conocer a Luis Blázquez, una persona que trasmitía "algo" con su mirada, quizás una pequeña, pero importante parte del Valle del Lozoya. Siempre estará presente en nuestro recuerdo. Gracias Julio!!! Un abrazo
Naturalmente, lugares y gentes forman nuestros afectos y nuestros recuerdos. Honor a los guardianes de nuestras tradiciones, Luis a quien tú sitúas. Y tú mismo, a quien agradecemos esta notarial tarea. Abrazos
Un gran artículo. Luis "El Hortelano" como le conociamos algunos en Alameda, una gran persona que conocía y amaba las labores del campo y que no dudaba en transmitir a todos aquellos que se acercaban a él. Un gran honor haberle conocido.
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