domingo, 5 de diciembre de 2021

UNA VENTANA AL PASADO DEL VALLE DE LOZOYA, CON REFLEXIÓN FINAL SOBRE SU FUTURO

Hace poco más de dos años publiqué en esta misma bitácora una entrada dedicada a la recuperación de un archivo fotográfico histórico sobre la Sierra de Guadarrama, original del geólogo Francisco Hernández-Pacheco. Hoy vuelvo a hablar aquí de un asunto muy parecido con motivo del rescate de otra colección compuesta por viejas fotografías tomadas en el valle de Lozoya entre 1891 y 1912 por Adolfo Pérez del Camino, un personaje muy poco conocido al que nos referiremos más adelante. Estas fotografías, hasta ahora inéditas, han sido publicadas hace no mucho tiempo por mi buen amigo José Antonio Vallejo y su mujer Soraya Sanz en el libro Una ventana al pasado, obra ya indispensable por derecho propio en la bibliografía sobre la Sierra de Guadarrama.
          José Antonio es agente forestal de la Comunidad de Madrid y lleva trabajando como tal en Rascafría (Madrid) desde hace cerca de treinta años en las labores propias de la guardería de los montes, como el señalamiento de las cortas en los pinares, la vigilancia de la caza y la pesca y el seguimiento de algunas especies de nuestra fauna más amenazada, como es el lobo ibérico, que en los últimos tiempos está recuperando sus territorios históricos en la Sierra de Guadarrama. Además de velar por la conservación de nuestro patrimonio natural, dedica gran parte de su tiempo libre al estudio y la conservación del patrimonio cultural y etnográfico del valle de Lozoya, labor que se ha materializado en la rehabilitación del molino harinero del Navazo, en Pinilla del Valle, y en otras iniciativas encaminadas a recuperar la memoria de los usos tradicionales y los viejos oficios practicados por las gentes de la sierra. Soraya, coautora del libro, nació en Rascafría y de su arraigo familiar en el valle da fe su apellido Sanz que lleva por parte paterna y materna, curiosamente el más antiguo y extendido en la comarca desde los tiempos de la repoblación medieval del valle de Lozoya, cuando los caballeros segovianos Día Sanz y Fernán García fundaron los quiñones o tierras de pasto y labor que dieron lugar a las aldeas de Rascafría, Oteruelo, Alameda, Pinilla y Lozoya. Ha ejercido como maestra durante muchos años en varios pueblos de la zona, impulsando numerosos proyectos educativos. Como se ve, ambos forman una pareja a la que une su pasión compartida por preservar el patrimonio natural y cultural del valle, dedicación que se puede seguir en la página web que han creado hace no mucho tiempo. 
          Como explica José Antonio en las primeras páginas del libro tras el prólogo de Juan Luis Arsuaga, la idea de publicarlo surgió en una charla al calor del fuego que mantuvo en 2003 con Antonio Ventura en el antiguo Hostal del Marqués, en Alameda del Valle, por entonces ya cerrado al público. En este lugar fascinante para los que llegamos a conocerlo, abierto a comienzos de los años setenta del siglo pasado como una curiosa mezcla de posada, restaurante y anticuario, Ventura le mostró una de las muchas antigüedades que allí guardaba: una colección compuesta por cientos de fotografías en soporte de placas de cristal de doble imagen estereoscópica tomadas entre finales del siglo XIX y comienzos del XX por el ya mencionado Adolfo Pérez del Camino, del cual sabemos que era comisario de guerra durante el gobierno de Antonio Maura y que estaba afincado en esta pequeña aldea del valle de Lozoya desde 1891, tras su matrimonio con Inés Díaz Martín, una rica propietaria vecina de la localidad. José Antonio Vallejo ha indagado sobre otros aspectos de su vida, aunque sigue siendo mucho lo que desconocemos de él.

La colección de placas fotográficas tomadas por Adolfo Pérez del Camino en el valle
de Lozoya entre finales del siglo XIX y principios del XX (José Antonio Vallejo)

          Al ver las fotografías del valle de Lozoya que aparecen en el libro Una ventana al pasado, nos explicamos la fascinación que sintió José Antonio al contemplarlas por primera vez entre los cientos de antigüedades que guardaba Ventura en el Hostal del Marqués, y la decisión que acabó tomando de adquirirlas para publicarlas en esta obra imprescindible para la recuperación de la memoria histórica de la Sierra de Guadarrama. En el libro se reproducen 160 fotografías de las cerca de 450 placas de cristal que le compró, en su mayor parte positivos de doble imagen estereoscópica que reflejan paisajes y temas populares captados en Alameda, Rascafría y Pinilla, y unas pocas en Miraflores de la Sierra, San Lorenzo de El Escorial y otros pueblos no identificados. Casi todas ellas se tomaron con una cámara de doble objetivo de las que estaban de moda entonces entre la alta burguesía para ser contempladas en tres dimensiones con un visor lenticular, como el que forma parte de la colección original de Adolfo Pérez del Camino, construido en madera de caoba.  

Portada del libro de José Antonio Vallejo y Soraya Sanz «Una ventana al pasado» 


            





Los amigos, los paisajes y los caminos
Las fotografías publicadas en el libro tienen un gran valor documental al reflejar los paisajes, las gentes, las relaciones sociales y el pequeño universo de usos y costumbres populares del valle de Lozoya, las mismas escenas que plasmó en sus versos el poeta Enrique de Mesa exactamente por los mismos años. Para nuestra suerte, el fotógrafo estuvo allí en el momento preciso para documentar con gran sensibilidad y sentido estético el ambiente que se vivía en el entonces bucólico y maravilloso entorno del monasterio de El Paular, el escenario que vio nacer por aquellos años el interés cultural y excursionista por la Sierra de Guadarrama, movimiento que ha sido objeto de incontables estudios académicos. Aunque Mesa no aparece en ninguna de las fotografías, Pérez del Camino debió mantener con él una amistad muy cercana, la misma que compartían ambos con una de las personalidades más conocidas de la época, el teniente coronel José Ibáñez Marín, fundador de la Sociedad Militar de Excursiones y frecuentador del monasterio de El Paular tras su regreso de la guerra de Cuba en 1898. 
          Los textos que acompañan a las fotos son de amena lectura y proporcionan una información valiosísima para conocer cómo era la vida en este por entonces apartado valle de la Sierra de Guadarrama a finales del siglo XIX y principios del XX, desvelando con erudición aspectos humanos, culturales, económicos, sociales e incluso estadísticos. Todos ellos muestran el gran conocimiento que tienen José Antonio y Soraya sobre el valle de Lozoya, su historia y sus gentes, y aunque no precisan de ninguna aclaración suplementaria me voy a permitir hacer algunos comentarios personales a las que he seleccionado para ilustrar esta entrada e incluir tres o cuatro referencias bibliográficas.
          Comenzando por las que tienen como tema el pequeño círculo de amigos y familiares más próximos al fotógrafo, hay una instantánea de grupo tomada en el patio cubierto de nieve de la Casa Grande de Alameda del Valle en la que aparecen retratados Pérez del Camino e Ibáñez Marín junto a otros amigos, fotografía que reproduje en la última entrada a esta bitácora por su gran valor documental, al ser la única al menos por lo que yo conozco en la que aparece el militar en su elegido y amado refugio del valle de Lozoya. Aunque no tiene fecha posiblemente fue tomada en diciembre de 1902, ya que sabemos que pasó allí aquel invierno por Constancio Bernaldo de Quirós, quien coincidió con él durante una excursión al monasterio de El Paular que hizo en compañía de los cuatro amigos con los que formaría años después el núcleo fundacional de la Sociedad de Alpinismo Peñalara, excursión que narra en su librito Peñalara publicado en 1905(1). En otra fechada en 1903 y titulada «Paular. Niñas de Ibáñez», aparecen las tres hijas de Ibáñez Marín, Carmen Dolores y Ana, montadas en un pequeño caballo de raza serrana ante uno de los edificios del monasterio de El Paular. Sin duda esta es una de las instantáneas más interesantes y emotivas de toda la colección, pues son las mismas niñas que menciona en 1906 Enrique de Mesa en su poema La alegre carreta junto a los hijos de Ramón Menéndez Pidal, Jimena y Moncho, este último muerto allí de pulmonía en el verano de 1908, a los cuatro años de edad:

En la paz virgiliana de la mañana quieta
se oye la perezosa marcha de la carreta. 
Envuelve la frescura de la brisa sutil, 
con fragancia de pinos, una risa infantil. 
Un reír que ilumina la mañana serena: 
ríen Carmen, Dolores, Ana, Moncho, Jimena...

          Las desgracias sobrevolaban entonces las vidas de los primeros frecuentadores del abandonado monasterio de El Paular. Las tres niñas que miran a la cámara risueñas y asombradas quedarían huérfanas el 23 de julio de 1909 al morir el padre en uno de los sangrientos combates de la guerra de Melilla, asunto del que me ocupé en la ya referida última entrada a este cuaderno de bitácora. La mayor, Carmen, fue la madre de Enrique de Rivas Ibáñez, el poeta del exilio a quien dediqué esas líneas. Muy poco tiempo antes, en los meses de marzo y abril de aquel año aciago, Ibáñez Marín y Pérez del Camino habían viajado juntos a Portugal en la que sería la última excursión organizada por el primero como presidente de la Sociedad Militar de Excursiones(2). Nuestro fotógrafo murió casi exactamente cuatro años después, el 21 de julio de 1913, a causa de una coz que le dio un caballo en el monasterio de El Paular, posiblemente a la partida o al regreso de una de sus excursiones.

Las hijas de José Ibáñez Marín, Carmen, Dolores y Ana, en el monasterio de El Paular  


         
          Otras muchas fotografías del libro nos muestran los paisajes del valle, muy distintos de los que podemos contemplar hoy día. Como ya hacen notar José Antonio y Soraya en sus textos, lo que más llama la atención del contemplador actual es la casi total falta de cubierta vegetal en las laderas, las lindes de los prados y las riberas del río Lozoya entonces denominado Río Grande por los paisanos‒ y de algunos de sus arroyos tributarios, como el de Santa Ana. La abundancia de ganado cabrío y el aprovechamiento tradicional de leñas y carbones habían dejado esquilmados los montes de roble durante siglos, y el paisaje vegetal no inició su recuperación hasta que en las décadas de los años sesenta y setenta del siglo pasado comenzó a generalizarse el empleo del gas butano como fuente de energía y se abandonó casi por completo el pastoreo de ganado menor. Pese a su humilde arquitectura y unas condiciones de habitabilidad que hoy nos parecerían intolerables, los pueblos aparecen llenos de vida y en plena actividad tanto en verano como en invierno, con sus edificaciones tradicionales, ya fueran casas, pajares, cuadras o corrales, habitadas y en pleno uso al ser todavía las actividades agrícolas, ganaderas y forestales las que sostenían la economía del valle, aunque fuera de pura y dura subsistencia. Esta forma de vida milenaria perduró en la comarca hasta las décadas posteriores a la guerra civil, época estudiada por José Manuel Casas Torres en un interesante trabajo sobre la geografía humana del valle de Lozoya publicado en 1943 y hoy convertido en un clásico de referencia para los interesados en la historia de la Sierra de Guadarrama(3). Los caminos eran todos de herradura, excepto la carretera que ya entonces recorría el valle en toda su longitud hasta la carretera de Francia. En el plano de Francisco Coello de 1853 todavía figura como simple camino carretero, pero en la Memoria de Obras Públicas de 1861 ya aparece como carretera de tercer orden en proyecto. Las obras de ensanchamiento y refuerzo del firme y la construcción del puente que cruza el río Lozoya cerca de Garganta de los Montes se llevaron a cabo en 1887, librando al valle de un aislamiento de siglos que incluso llegó ser causa de la aparición de un habla característica y singular entre sus gentes(4). Las actuales carreteras de los puertos de los Cotos y la Morcuera, ya proyectadas con criterios preferentemente turísticos, no fueron abiertas al tráfico hasta los años veinte y treinta del siglo pasado, tras unas obras que se alargaron durante casi dos décadas. Precisamente, una de las fotografías del libro muestra a un grupo de peones posando ante la cámara junto a los que quizá fueran el ingeniero, el capataz y otros encargados en las obras de la carretera del puerto de la Morcuera, cuya construcción dio trabajo durante años a numerosos vecinos de los pueblos de Rascafría y Miraflores de la Sierra(5). Por el paisaje que se ve al fondo, podemos asegurar que fue tomada en las laderas del Cerro Pelado, por encima de la Angostura de Santa Ana.
          La carretera del valle de Lozoya también aparece en una de las fotografías con su humilde firme de tierra marcado por las rodadas de los carros y salpicado de boñigas de las caballerías, como testimonio del continuo trasiego de hortelanos, molineros, pastores, arrieros y tratantes de ganado que la recorrían cada día en su atareado ir y venir de unos pueblos a otros. Igualmente era transitada a diario por los carreteros que transportaban a Madrid el carbón vegetal fabricado en las matas de roble y la madera de la Sociedad Belga de los Pinares de El Paular, un viaje en el que empleaban tres días. Todo aquel tránsito nos puede parecer algo anecdótico si lo comparamos con el ya insoportable e insostenible tráfico de automóviles que por esta misma carretera hoy hacen cola para acceder al Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama. La fotografía está tomada poco antes de llegar a la localidad de Lozoya según se va en dirección a Rascafría, al llegar a la pronunciada curva que ahora bordea la orilla izquierda del embalse de Pinilla, muy cerca de la presa. En ella, bajo el fondo invernal de las cumbres de Peñalara y las Cabezas de Hierro, se ven las riberas del río y las tierras del fondo del valle que quedarían anegadas por las aguas sesenta años más tarde. En segundo plano, a ambos lados de la carretera aparecen dos de los mojones o «picutos» de piedra que fueron levantados para señalar los kilómetros y evitar la pérdida del camino bajo la nieve, hoy desaparecidos. Constancio Bernaldo de Quirós, en su opúsculo Peñalara ya mencionado, se refería así a estos mojones y a la dureza del viaje a pie por esta carretera en su regreso a Madrid tras la visita que hicieron a José Ibáñez Marín en el monasterio de El Paular a finales de diciembre de 1902, en la que habían coincidido con un grupo de alumnos de la Institución Libre de Enseñanza acompañados por Manuel Bartolomé Cossío, el entusiasta pedagogo e historiador del arte que habitualmente les conducía en estas largas y sufridas excursiones por la sierra de Guadarrama:

Y seguíamos pensando en la ventaja con que habían nacido esos muchachos, cuando al volver la cabeza, los vimos en la carretera marchando valientemente por paisajes desolados. La voluntad sostenía a los menos fuertes, y desde aquel punto, nosotros, para alentarlos, al pie de cada una de las piedras que marcan los kilómetros, escribíamos en la nieve palabras que encendían su ánimo...(6)

La carretera del valle a comienzos del siglo XX. Al fondo se aprecian dos de los
«picutos» de piedra que marcaban el trazado durante las grandes nevadas invernales 













 

 





Obras de la carretera del puerto de la Morcuera, que se alargaron durante décadas hasta su inauguración en octubre de 1932
Camino de Rascafría al monasterio de El Paular, convertido en carretera con firme de
adoquín en la segunda década del siglo XX como acceso al puerto de los Cotos


Las excursiones por la sierra. Las gentes del valle
Algunas de las fotografías reproducidas en el libro fueron tomadas por Adolfo Pérez del Camino en las excursiones que hacía a lomos de caballería hasta los puertos y otros parajes hoy muy conocidos que rodean el alto valle de Lozoya. Lamentablemente, muchos de los personajes que aparecen en ellas, tanto amigos como paisanos que le acompañaban, no están identificados en las escuetas anotaciones del autor, aunque esta carencia queda compensada sobradamente por la información que las imágenes proporcionan acerca de los cambios producidos desde entonces en el paisaje de los dos puertos donde se han concentrado las actividades del turismo de masas a lo largo de más de un siglo. Una de ellas tiene especial interés testimonial al mostrar cómo era el puerto de Navacerrada en 1903, pocos años antes de que comenzara a ser frecuentado por los primeros esquiadores madrileños y dejara de ser un simple lugar de paso para convertirse definitivamente en multitudinario punto de destino para el recreo urbano. En ella se aprecia la única edificación entonces allí existente, una rústica casilla de piedra situada en lo más alto de la divisoria que servía de abrigo para los arrieros y carreteros que cruzaban el puerto con destino al Real Sitio de La Granja, mientras descansaban las recuas de mulas o se desenganchaban los encuartes de los bueyes empleados para la dura y prolongada subida. Al igual que la casa de peones camineros del Ventorrillo situada unos kilómetros más abajo, la casilla del puerto de Navacerrada formaba parte de las infraestructuras viarias de la carretera de Villalba a La Granja, proyectada y construida a finales del reinado de Carlos III por el gran arquitecto neoclásico Juan de Villanueva, quien por la misma época levantaba el monumental edificio destinado a albergar las colecciones del Real Gabinete de Historia Natural, hoy sede del Museo del Prado. Sirva esto último para dignificar el recuerdo de aquel humilde refugio para caminantes desaparecido en los años veinte del siglo pasado, hace exactamente cien años, para dejar paso al caos ambiental y urbanístico en que se ha convertido el puerto en nuestros días.
          Se puede decir lo mismo de las fotografías tomadas durante estas excursiones en el puerto del Paular o de los Cotos, cuyo paisaje hoy apenas podemos reconocer a causa de las profundas transformaciones que sufrió después durante un siglo por la práctica del esquí alpino y el impacto creciente del turismo de masas, un entorno entonces inalterado en el que las únicas huellas de lo que hoy denominamos «acción antrópica» prácticamente se reducían al humilde camino carretero que lo cruzaba y a los dos solitarios cotos o mojones de piedra levantados en 1762 para señalar la divisoria de los pinares reales de Valsaín con el entonces llamado Pinar de los Frailes y hoy de los Belgas. Sin embargo, en este caso la transformación del paisaje ha seguido una trayectoria podríamos decir «de ida y vuelta», al llevarse a cabo aquí uno de los proyectos de restauración paisajística más avanzados de Europa tras el desmantelamiento de la estación de esquí de Valcotos, hace ya más de treinta años. Esta actuación pionera debe servir como modelo para recuperar el degradado entorno del puerto de Navacerrada, aunque decir esto sea como predicar en el desierto de la lucha política desatada alrededor del obligado cierre de la estación de esquí, tras el reciente vencimiento de la concesión de los terrenos en los que está construida. 
          Sin embargo, en otras fotografías tomadas durante estas excursiones vemos que algunos paisajes apenas han cambiado, como la Sillada de Garcisancho, lugar de paso habitual en los primeros años del siglo XX para llegar al puerto de los Cotos atravesando el Pinar de los Belgas por el camino del Palero; o la misma laguna de Peñalara, entonces prácticamente desconocida por los habitantes de la ciudad y todavía rodeada por un aura de temores y supersticiones extendidas entre las gentes del valle, en especial entre los pastores, que en sus careos con el ganado procuraban alejarse de sus aguas profundas y oscuras al caer las primeras sombras de la tarde. Explorar una sierra todavía recóndita y misteriosa, aprendiendo de quienes de verdad la conocían y más hermosamente la imaginaban, debió ser una fuente de emociones irrepetibles para aquellos privilegiados excursionistas de la primera época. Hoy ya no es posible experimentar en estas montañas casi periurbanas esa sensación única de descubrir, porque todo está divulgado en las guías de senderismo y en aplicaciones web como Wikiloc, y aunque es verdad que sólo lo que se conoce se ama, también en cierto modo se destruye.

Excursionistas con un paisano como guía cruzando el puerto de Navacerrada frente a
la casilla que servía de abrigo a arrieros y carreteros, única edificación entonces allí existente



Excursionistas con su guía en el puerto de los Cotos, junto a uno de los cotos reales
de Carlos III que marcaban la linde entre los pinares de Valsaín y los de El Paular


          Las fotografías de Pérez del Camino que tienen como tema las gentes y los tipos populares del valle de Lozoya son sin duda las de mayor interés de toda la colección, al reflejar los usos y costumbres de un mundo que poco había cambiado desde la lejana Edad Media y que estaba a punto de desaparecer para siempre. Podríamos perfectamente encuadrarlas dentro de la corriente de interés por la etnografía y las tradiciones populares españolas iniciada con el Romanticismo y que ganaba fuerza gracias a la actividad cultural y pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza, corriente que por la misma época marcaba la obra de fotógrafos de la talla de José Ortiz Echagüe y destacados pintores como Ignacio Zuloaga y Joaquín Sorolla, por citar algunos de sus representantes más ilustres. 
          En los textos que acompañan a algunas de estas fotos José Antonio y Soraya destacan aspectos sutiles que pasan desapercibidos para el lector no iniciado en estas cuestiones, como el cambio en la indumentaria de las clases populares que se estaba produciendo a finales del siglo XIX y principios del XX, paralelo a la rápida transformación de la moda de vestir que también tenía lugar entre la burguesía y las clases altas. Una de las fotografías más valiosas desde este punto de vista, reproducida también en la portada del libro, muestra a dos lugareños de Alameda del Valle herrando en el potro a una vaca de labor, el de más edad tocado todavía con el tradicional sombrero serrano de manufactura segoviana llamado «de rueda», y el más joven ya con la boina negra de lana a la nueva usanza que perduró, reduciendo su vuelo, hasta los años setenta y ochenta del siglo XX. 
          La vida cotidiana, las costumbres, las festividades religiosas, las gentes anónimas de los pueblos, y en general una sociedad caracterizada por el patriarcado y las diferencias de género y de clase social(7) quedan inmortalizadas en instantáneas de gran valor documental y artístico, algunas de las cuales muestran una sensibilidad a la hora de elegir y encuadrar los temas que podríamos comparar con la del ya mencionado José Ortiz Echagüe, considerado el verdadero representante de la generación del 98 en la fotografía, quien pocos años después plasmaría como nadie los tipos humanos, las indumentarias populares, los pueblos y los paisajes de una España que para bien y para mal comenzaba a formar parte del pasado. 

Dos paisanos herrando una vaca en Alameda del Valle, uno todavía tocado con
el tradicional sombrero segoviano de rueda, y el otro con la boina de lana a la
nueva usanza que perduraría durante gran parte del siglo XX





Tipos populares en Alameda del Valle. Los dos hombres ataviados a la usanza tradicional segoviana, con la gruesa capa negra y el sombrero de rueda, parecen sacados de una escena de Zuloaga, tanto del pintor como de su tío el ceramista 
Paisano trillando con su nieto en las eras de Alameda del Valle. Al fondo, el perfil inconfundible de las cimas de Valdemartín, Cabeza Mediana y Peñalara 


Además de su belleza, algunas fotografías tienen gran valor desde un punto de
vista sociológico. Los ademanes de estas dos mujeres de Alameda del Valle parecen
decir quien era el ama y quien la sirvienta

Procesión del Viernes Santo en la plaza de Rascafría. Llama la atención la separación de
sexos impuesta desde la infancia, primero los niños y después las niñas

Mujeres y niños arrodillados en el Cerro de la Cabeza, en Alameda del Valle, durante
la romería de la Cruz de Mayo en la que se hacían rogativas por el logro de las cosechas

Procesión del Domingo de Resurrección en Alameda del Valle. La sensibilidad a la hora de elegir el tema y el encuadre adelanta en años "La España mística" de José Ortiz Echagüe

Retrato familiar en un lugar no identificado, imagen que representa muy bien
la sociedad patriarcal de los pueblos del Valle de Lozoya a comienzos del siglo XX


         La adquisición, la custodia y la divulgación parcial de esta valiosa colección fotográfica ha supuesto un logro importante para la recuperación del patrimonio cultural de la Sierra de Guadarrama, más meritorio si cabe al ser una iniciativa que sus autores, José Antonio y Soraya, han tenido que llevar a cabo recurriendo a la solución casi heroica de editar el libro por su cuenta y riesgo. La compra acordada de un determinado número de ejemplares por parte del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama que figura como uno de los patrocinadores de la edición para ser distribuidos y depositados en las bibliotecas de los centros de visitantes no ha ayudado nada a su divulgación, ya que, inexplicablemente, parece ser que siguen guardados en cajas dentro de un almacén. Como considero que esta obra es de obligada consulta para los amantes y estudiosos de la Sierra de Guadarrama, me permito poner aquí este enlace a través del cual se puede solicitar a los autores.

Soraya Sanz y José Antonio Vallejo en el monte de Las Navazuelas, cerca de Alameda
del Valle. Al fondo las cimas de Peñalara y los Montes Carpetanos


           La historia del valle de Lozoya sigue su curso hacia un futuro incierto sometido a la gran amenaza del calentamiento global y a la dependencia del turismo de masas como único motor de su economía. La ganadería extensiva ha pasado a ser una actividad subvencionada, ya meramente testimonial, y el aprovechamiento sostenible de la afamada madera de sus pinares hace tiempo que dejó de ser rentable a causa, por una parte, de las necesarias restricciones ambientales que impone la administración forestal en estos montes de alto valor natural, pero sobre todo por la gran crisis económica de 2008 que tuvo como consecuencia la puesta a la venta del Pinar de los Belgas por sus propietarios. Hace dos días el Organismo Autónomo de Parques Nacionales ha formalizado ante notario la compra de este gran monte «Cabeza de Hierro» a la veterana Sociedad Belga de los Pinares de El Paular para agregarlo a la propiedad pública estatal, al igual que el vecino Monte de Valsaín, una medida largamente esperada en el mundo de la conservación por la que hemos peleado muy activamente a lo largo de casi quince años. Con esta solución, la mejor posible, podrá seguir siendo gestionado como lo ha sido hasta ahora sin menoscabo alguno de su función protectora. Es de esperar que los estudios que se van a llevar a cabo para conocer con detalle la situación actual del monte y decidir cuál debe ser su vocación dentro o fuera del ámbito territorial estricto del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, tengan en cuenta no sólo sus posibilidades como espacio de recreo público, aquí especialmente necesitado de regulación utilizando estudios de capacidad de carga turística, sino también su larga tradición forestal y maderera tan arraigada en la cultura del valle de Lozoya, y su funcionalidad productiva sostenible con indudable futuro. 
           
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(1) Constancio Bernaldo de Quirós. Peñalara. Viuda de Rodríguez Serra. Madrid, 1905.

(2) El mariscal Soult en Portugal (Campaña de 1809). Sociedad Militar de Excursiones. Imprenta de la Revista Técnica de Infantería y Caballería. Madrid, 1909. p. 5.

(3) José Manuel Casas Torres. "Sobre la geografía humana del Valle de Lozoya". Estudios geográficos nº 13. CSIC. Madrid, noviembre de 1943.

(4)  Julián Sacristán Jerez. El habla del valle de Lozoya. Tesis doctoral. Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Filología. Madrid, 1990.

(5) El autor de estas líneas llegó a conocer a algunos vecinos de Miraflores de la Sierra que trabajaron durante años en las obras de la carretera del puerto de la Morcuera, como Mariano Talega, que fue capataz en los trabajos de construcción de la Fuente Cossío y la casa de peones camineros levantadas en lo alto del puerto, poco antes de su inauguración y apertura al tráfico en octubre de 1932.

(6) Constancio Bernado de Quirós. Op. cit. p. 64

(7) Las diferencias de clase en la sociedad rural de los pueblos de la sierra no estaban tan marcadas como en la sociedad urbana del Madrid cercano, donde las clases medias y altas eran mucho más ostentosas y excluyentes. La llegada de veraneantes las acentuó. Entre los vecinos la solidaridad con los más necesitados era la norma casi común en un medio tan duro y hostil como era todavía la Sierra de Guadarrama a comienzos del siglo XX, donde la sucesión de varias malas cosechas o un ataque cruento del lobo a los ganados podían llevar a la ruina a cualquiera que no fuera propietario de tierras.