A finales de este invierno mi amigo Javier Sánchez y yo visitamos a Demetrio Matesanz, uno de los últimos fabriqueros que ejercieron el oficio en el valle de Lozoya. Y como ya va siendo de rigor en esta bitácora, para quien no sepa qué era un fabriquero habrá que explicar que la fábrica era la industria que se ocupaba de la fabricación del carbón vegetal en la sierra de Guadarrama, un producto antaño indispensable para el funcionamiento de fraguas, herrerías y talleres de todo tipo, tanto en los pueblos serranos como en la entonces lejana ciudad de Madrid, hasta donde se bajaba en carretas de bueyes tras un viaje de un par de días por la antigua carretera de Burgos, hoy convertida en autovía A1.
Demetrio nació en 1922 en la pequeña aldea de Pinilla del Valle, en el seno de una familia de carboneros, y empezó su trabajo en el campo segando prados a los dieciséis años. A los veinte ya cambió el dalle (nombre con el que se denominaba a la guadaña en las tierras del valle de Lozoya) por el podón y el hacha, iniciándose en un oficio que desempeñó hasta la temporada de 1950-51, última en la que se carbonearon las matas robledales de La Marotera, Fuentelinosa, El Frontal, Majasomera, El Chorrillo, Navarejo y El Alijar, que desde tiempos inmemoriales fueron explotadas junto a otras muchas matas pertenecientes a los demás pueblos del valle.
Demetrio Matesanz junto a los maltrechos restos de un horno y un chozo de carboneros construidos hace años para uso didáctico en la antigua mata de La Marotera (fotografía de Javier Sánchez) |
Para hablar con Demetrio no pudimos encontrar lugar más adecuado que la antigua mata de La Marotera, uno de los escenarios de su trabajo de juventud, y más todavía en aquel espléndido día de sol en el que la cima de Peñalara, cubierta de una espesa capa de nieve, relumbraba como un crisol entre la espesura de los viejos robles desnudos. Allí, sentado en la pila de un viejo abrevadero de ganado, nos explicó con todo detalle cómo se desarrollaban los trabajos de la fábrica a mediados del siglo XX, relato al que quiero añadir aquí, a modo de explicación gráfica, algunos de los dibujos realizados por mi amigo José Martín López para ilustrar el libro que publicó en 2008, junto a Francisco Martín Baonza, La vida tradicional en la sierra de Madrid, una obra imprescindible para conocer con detalle el largo y complicado proceso de fabricación del carbón en la sierra de Guadarrama.
La temporada de carboneo se iniciaba a principios de noviembre con la construcción de los chozos donde las cuadrillas de carboneros pasaban el invierno, sencillas cabañas formadas por una estructura de postes de madera de pino y resguardadas de la intemperie por una cubierta de ramas de escobas y retamas. Una vez solucionado el problema del alojamiento se iniciaban las cortas del robledal a un ritmo frenético, pues se cobraba por arroba producida y de la cantidad y la calidad del carbón elaborado dependía la subsistencia de las familias de los carboneros durante el invierno. Las matas se talaban a golpe de hacha y podón, dejando aquí y allá robles de resalvo para que el monte se recuperara tras un turno de 10 a 15 años, transcurrido el cual volvía a ser carboneado.
Cuadrilla de carboneros levantando el chozo (dibujo de José Martín López) |
Los hornos se levantaban colocando la leña con sumo cuidado, ordenada por tamaños que, según la jerga de los carboneros, recibía los nombres de leños parejos, los más grandes y regulares; leña de cuerda, más terciada, que se apilaba atada en hacinas o gavillas vendiéndose la sobrante para su uso en fraguas, tahonas y tejares; y la chasca, la más menuda, que servía para rellenar los huecos. La pila iba levantándose alrededor de un poste vertical que luego se retiraba formando la boca del horno, dejándose también unos orificios laterales llamados bufardas que se abrían o cerraban para regular la combustión. Los hornos se emplazaban siempre en los mismos lugares dentro del monte, en pequeñas explanadas situadas al abrigo de los vientos dominantes y denominadas horneras. Una vez encendidos quedaban bajo la mirada experta y vigilante del quemador, que por su larga experiencia era el único miembro de la cuadrilla capaz de estimar los tiempos de combustión según el aspecto del horno o el tono del humo que despedía en cada momento. Por ello, como verdadero maestro en el oficio, ostentaba la categoría de fabriquero, mientras que los demás eran simplemente carboneros. Y es que en este oficio, el más humilde y peor considerado de todos los practicados por las gentes de la sierra, también había sus grados y jerarquías.
Construcción del horno por la cuadrilla (dibujo de José Martín López) |
El "quemador" dando lumbre al horno (dibujo de José Martín López) |
La combustión de cada horno duraba alrededor de dos semanas, dependiendo del viento, la lluvia y otros factores meteorológicos, y una vez cocido, apagado y enfriado se demolía y se cargaba el carbón en sacos de casi cien kilos que se bajaban en carros o en caballerías hasta Pinilla. Ya cortado y carboneado un cuartel de robledal se pasaba al siguiente, y así sucesivamente hasta completar la mata, de modo que los últimos tranzones de monte se terminaban de carbonear entre mediados abril y comienzos de junio. Así, ocupadas en este trajín agotador desde el amanecer hasta la noche, lloviera, nevara o soplara el descuernacabras helado y cortante que baja en invierno desde las alturas del pico del Nevero, las cuadrillas vivían permanentemente en el monte durante seis o siete meses, permitiéndose librar a cada hombre un único día cada dos semanas para visitar a la familia y mudarse de ropa. Todavía hoy es proverbial el terror que sentían los viajeros de siglos pasados que cruzaban la sierra cuando se encontraban ante estos hombres con los rostros negros de hollín y las ropas hechas jirones, una mala fama injustificada, pues siempre se dedicaron con abnegación y honradez a su duro oficio en la fábrica. La alimentación que recibían era nutritiva y energética pero muy monótona: puchero de garbanzos cocidos con manteca y acompañados de tocino, pan y vino, que el motril o aprendiz preparaba tres veces al día y servía en un caldero comunal a toda la cuadrilla a las horas establecidas, es decir, poco antes del amanecer, al mediodía y después del anochecer. El gran esfuerzo físico que exige manejar un hacha de cinco kilos durante diez horas al día no les permitía hacer ascos a esta dieta, por muy rutinaria y pesada que fuera.
A sus noventa y cuatro años, la evocación de una vida tan sacrificada pasada en su juventud no desanima a Demetrio a subir de vez en cuando hasta La Marotera en un vehículo todoterreno conducido por algún vecino, con la intención de sentarse un rato al tibio sol invernal para meditar y recrearse en sus recuerdos. Viéndole pasear en solitario por la pradera donde se emplazaban algunas de las antiguas horneras, me da por pensar que nadie más capacitado que él para hacernos apreciar y valorar un paisaje que ha sido conformado en gran medida por sus manos y por las de otros cientos de carboneros anónimos que se dejaron aquí los mejores años de la juventud fabricando carbón en los duros años de la posguerra.
Demetrio Matesanz concentrado en sus recuerdos en mitad del robledal (fotografía de Javier Sánchez) |
Demetrio paseando por La Marotera. Al fondo, Peñalara y los montes Carpetanos (fotografía de Javier Sánchez) |
Poder hablar con Demetrio Matesanz en el mismo monte en el que trabajó como carbonero en su juventud ha sido una experiencia inolvidable para nosotros. Al despedirnos de él ante a unos chatos de vino, en una de las tabernas de Pinilla del Valle, hicimos votos por que siga conservando durante muchos años su salud y su vitalidad para bien de todos sus amigos, que le queremos bien, y de la identidad cultural e histórica del Guadarrama, tan desdibujada en los últimos tiempos.
7 comentarios:
GEORGE BORROW
LA BIBLIA EN ESPAÑA
Puerto de Navacerrada, 1837
Acababa de ponerse el sol cuando llegamos a lo alto del puerto y entramos en un espeso y sombrío pinar que cubre enteramente las montañas de parte de Castilla la Vieja. La bajada no tardó en hacerse tan rápida y pendiente que de buen grado nos apeamos de los caballos y les obligamos a ir delante. Cada vez nos hundíamos más en el bosque; las aves nocturnas comenzaron a graznar y millones de grillos dejaban oír su penetrante chirrido encima, debajo y alrededor nuestro. A veces percibíamos a cierta distancia, entre los árboles, altas llamaradas, como de inmensas hogueras.
-Son los carboneros, mon maître- dijo Antonio-. No debemos acercarnos porque son gente bárbara, medio bandidos. Han matado y robado a muchos viajeros en estas horribles soledades.
(Julio, ten cuidado de con quien te andas)
Carlos, nadie ha tratado tanto como tú a las gentes de la sierra, ni nadie lamenta tanto la progresiva desaparición del acervo cultural que nos dejaron. La cultura oficial del Guadarrama es hoy la imponen las multitudes uniformadas con "maillots" multicolores que recorren sus senderos en tropel.
Hermano, nunca te quites la boina. Yo me la quité en el 75 y estoy ya pensando en recuperarla como señal de protesta e insumisión, lo que pasa es que a mí no me cae tan bien como a ti. Recuerda las palabras que nuestro amigo Luismi Domínguez pronunció en público en no recuerdo qué señalada ocasión: "Carlos de Hita es la persona que mejor y más dignamente sabe llevar la boina en España"
Estimado Julio, como siempre un placer leerte y conocer, o recordar como es el caso, aquellos viejos oficios que para bien o para mal, han caracterizado a la Sierra de Guadarrama, oficios todos ellos hoy olvidados y al borde mismo de la extinción. Por cierto, preciosa la cita que ha utilizado Carlos extraída de esa obra de George Borrow (Jorgito el inglés le llamaban) “La Biblia en España”. Un saludo cordial y hasta la próxima entrada de tu bitácora.
Raúl Moreno Fernández. Humilde geógrafo, naturalista e historiador.
Hola Raúl, por supuesto esos oficios desaparecieron para bien, pues eran consecuencia directa de la pobreza endémica en la que estaba sumido el país hace apenas medio siglo. Con su evocación no pretendo más que reivindicar la identidad cultural del Guadarrama y su vocación rural ante los intentos de las administraciones de convertirlo en un parque temático.
Un saludo
Como siempre, muy bonita entrada. Me has traído a la memoria un encuentro con un paisano de Miraflores de hace unos 30 años, en los robledales junto a la subida a La Morcuera. Nos habló precisamente de la tala del roble y del carboneo.
Es tan interesante recibir esas dosis de sabiduría.
También me has recordado a la película Tasio, de Montxo Armendáriz, que me encantó. ¡Quien me iba a decir a mi que iba a simpatizar con un furtivo!
Saludos.
Gracias, Jesús. En la zona a la que te refieres, que no es otra que el monte de La Raya, todavía se pueden descubrir las viejas horneras, es decir, las explanadas excavadas por los carboneros en donde se levantaban los hornos. El monte de roble todavía no puede colonizarlas por la enorme cantidad de cenizas acumuladas en el suelo durante siglos.
Un saludo
Hola Julio:
Soy Jesús Rodríguez Morales. Siento que por un tema familiar no pude verte el otro sábado en Cercedilla. Me han dicho que en la última edición de tu clásico "Memorias del Guadarrama" tratas sobre la polémica de la calzada romana de la Fuenfría. ¿Qué opinión tienes?
Un abrazo.
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