lunes, 21 de abril de 2014

ANTONIO NAVACERRADA, EL ÚLTIMO CABRERO DE BUSTARVIEJO

Continuando con la serie de entradas que estamos dedicando a algunos personajes populares de los pueblos de la sierra de Guadarrama, que ejercen todavía viejos oficios a punto de desaparecer, y aprovechando que el diario El País publicó ayer mismo un reportaje sobre ellos titulado "La sierra que se apaga" hablaremos hoy de Antonio Navacerrada, el último cabrero de Bustarviejo, una localidad de arraigada tradición agrícola y pastoril situada en la vertiente madrileña de la sierra, aunque formó parte de las tierras de Segovia hasta la división provincial de 1833. Hace ya unos meses que acudimos a entrevistarnos con él cerca de la abandonada estación de ferrocarril de Bustarviejo-Valdemanco, en una hermosa fresneda adehesada rodeada de tapias de piedra y con los sempiternos y al parecer inevitables somieres de cama sirviendo de zarzos en los portillos de los prados. 
          Antonio nos recibió con aire socarrón, quizá dudando del verdadero motivo que nos había llevado hasta allí para hablar con él. Aunque el autor de estas líneas es un exfumador empedernido desde hace años, aceptó con no disimulado placer un "Celta" que le ofreció el protagonista de nuestra historia ‒todavía existe esta mítica y popular marca de tabaco pues sabe por larga experiencia que el ritual de echar un pitillo es casi obligado entre los pastores y otras gentes del monte para romper recelos y desconfianzas, y más aún en este caso, en el que nuestro anfitrión e interlocutor nos iba a contar gran parte de su vida. 
          Antonio Navacerrada tiene 71 años y lleva trabajando en el campo desde niño, cuando comenzó ayudando a su padre a cultivar patatas y judías en las afamadas huertas de esta localidad serrana, para más tarde dedicarse al cuidado del ganado, tanto vacuno como cabrío. Presume de conocer bien el oficio, y no sin motivo pues desde muy joven viajaba hasta el valle cántabro de Pas para comprar vacas lecheras que luego traía en camiones a Bustarviejo. Hasta no hace muchos años se dedicó junto a sus hermanos a producir y vender leche de vaca, aunque, según asegura, los buenos tiempos de este negocio terminaron a finales de los años sesenta del siglo pasado con el cierre de las lecherías de Madrid y la imposición por ley del consumo de leche industrial, ese insípido brebaje al que está acostumbrado el consumidor urbano y que no se puede comparar con la leche de verdad, aun con el aditivo seudomilagroso y tan de moda de Omega 3.

Antonio con Manuela, una de sus cabras (fotografía de Javier Sánchez)

lunes, 7 de abril de 2014

EL HUECO DE SAN BLAS EL VIEJO: UN EJEMPLO DE LAS NUEVAS POLÍTICAS DE CONSERVACIÓN DE ESPACIOS NATURALES

La sierra de Guadarrama, tan cercana a una aglomeración urbana de seis millones de habitantes, todavía conserva rincones casi ajenos al mundo en los que el tiempo parece no haber transcurrido desde los ya lejanos años en los que España era un país eminentemente rural. Uno de ellos es el Hueco de San Blas el Viejo, un paraje del que nunca he querido hablar demasiado para no contribuir a darle una excesiva visibilidad que podría convertirlo en un lugar tan ruidoso, masificado y poco agradable como las hermosísimas Dehesas de Cercedilla, donde la presión recreativa descontrolada en especial la procedente del ciclismo de montaña‒ alcanza ya límites difíciles de soportar por un medio natural castigado en extremo. 
          Ahora, ante la mala gestión de que es objeto por parte de la misma administración encargada de su custodia, es decir, de la Consejería de Medio Ambiente de la Comunidad de Madrid, y ante las amenazas procedentes de la nueva normativa ambiental a la que queda sometido, me decido a hablar claramente y sin tapujos de este paraje casi virgiliano del Hueco de San Blas, que como los míticos valles de la Arcadia es un lugar digno de haber sido cantado hace dos mil años en las Bucólicas y en las Geórgicas del célebre poeta romano autor de La EneidaPor si ello no fuera razón suficiente para justificar estas líneas, añadiré que este lugar es uno los más sagrados rincones de mi infancia y mi juventud.
          El Hueco de San Blas el Viejo y no Hoya u Hoyo de San Blas, como también se lo denomina erróneamente en muchas guías de senderismo y sitios web‒, es un hermoso y todavía apartado valle encajado entre las cumbres de La Najarra, la loma de los Bailanderos y Asómate de Hoyos, últimas cimas de la Cuerda Larga hacia levante, y las estribaciones más orientales de La Pedriza de Manzanares, denominadas en la nomenclatura clásica de la sierra de Guadarrama como cordal de los Pinganillos. El valle está atravesado por el arroyo Mediano, que tiene sus fuentes en las altas laderas que rodean el antiguo circo glaciar de Navalhondilla u Hoyo Cerrado y desemboca un poco más abajo en el embalse de Santillana, tras recibir las aguas de los arroyos de Matasanos y Mediano Chico. Repobladas de pinos todas sus laderas a mediados del siglo XX, el fondo del valle sigue conservando sus primitivos pastizales, que son actualmente aprovechados por ganado vacuno de raza serrana hoy técnicamente denominada avileña-negra ibérica, aunque antaño siempre pastaron aquí numerosos rebaños de ovejas merinas que trashumaban desde Extremadura o trasterminaban desde Colmenar Viejo, Chozas de la Sierra y algunos pueblos segovianos de arraigada tradición pastoril, como Arcones y Prádena.

El Hueco de San Blas el Viejo cuenta con sobresalientes valores paisajísticos vinculados a una antiquísima actividad ganadera practicada desde los tiempos de la repoblación segoviana de los valles "allende sierra"